La poesía atisba lo que no ha palpado la fe. Lo refleja con un lenguaje claro y preciso
A vuelo de pájaro
Nunca antes había vivido con la misma intensidad la impresión de que la obra del mañana, más que corresponder a la debilitada pluma de mi tinta, toca, en cambio, a la juventud pujante de las nuevas generaciones. Probablemente, la brecha generacional la perciba de un modo rotundo y falaz debido a mi convivencia diaria con jóvenes que frisan los 18-21 años. A ellas y ellos les imparto clases —aunque también resulta correcto decir que de ellos aprendo las clases que en teoría yo imparto, incluso por medio de todo lo que tienen que decirme que yo no alcanzo a percibir—.
Lo hecho, llegados a este punto medio del camino mío de la vida, Dios mediante, hecho está. De aquí adelante queda bregar en el espaldarazo a los pequeños para que se encumbren a la altura de una vida exitosa, en el sentido cabal del compromiso con todo lo que tiene de bien la responsabilidad social y el cuidado propio. La semana pasada, en nuestra columna sabatina, publicamos una poesía que ciertamente careció de un buen punto de cocción. No conseguimos aderezarla con unas buenas viandas. Le faltó el toque distintivo del chef. El viernes anterior, a pesar de que nos sentamos, como hoy viernes 7 de febrero, a las cuatro de la tarde al escritorio, con la intención de llevar a su término la cosa que deseábamos expresar por escrito, no conseguimos cumplir con la expectativa.
El poema que se dilata en una breve extensión de poco más de una docena de versos, no reflejaba el trabajo invertido. Antes de ponernos a esa redacción poética, compusimos más de un par de cuartillas en prosa, con otros asuntos que por el momento omitiremos. En mi cuenta de WeChat, la red social china, también escribo. Tengo un blog. Lo acabo de iniciar hace un mes. Las entradas se reducen a nueve publicaciones. El jueves pasado publiqué el título “Un amor maduro”. Comencé a escribir el blog en una cafetería de Nanjing, China. Ese cálido lugar está en una calle cuyo nombre recuerda otra ciudad más, donde viví antes del 2020. El café se llama Siempre café. La calle es Suzhou.
Un antecedente poco citado
Décadas atrás, cuando todavía no cumplía los 18 años y era nadador, algo que apreciaba de unas amistades de la preparatoria, en el área académica de humanidades, era su capacidad para establecer un diálogo vibrante con el entorno. Eran capaces de tomar la iniciativa en la conversación, resultando atractivas para las y los demás, haciendo gala de un bagaje cultural y una desenvoltura no aprendida. Todas esas cosas, brillantes, refulgentes, yo las apreciaba de lejos, las observaba con atención. Probablemente, esa causa me empujó al abrazo del estudio de las humanidades, con énfasis en la literatura.
En ese entonces, contaba entre mis sueños la ocasión de practicar justo lo que hacemos ahora: el ejercicio de una plática amena, desinteresada, que da cuenta de nuestro paso por el mundo, sin quitar ni agregar ni una pizca ajena a nuestro ser. Paradójicamente, el entablado del uso de la palabra, a la postre, me condujo por igual a una valoración diferente del silencio. En palabras concretas, si tuviera que referirlo de otro modo, por medio de una analogía, diría que el enunciado verbal me llevaba a ponderar las cosas que vemos y percibimos, mientras que el silencio me conducía a otro tipo de referente, volcado en cosas que no vemos pero que asimismo intuimos.
Una estética recordada
Cuando leo un poema, o escucho una canción, en los años recientes, aprecio sobremanera la reproducción, o imitación, de la realidad. Me gusta leer algo que encuentra su correspondencia con las cosas que existen. Esa cualidad, en el numen de un artista, equivale a la maestría consumada del oficio. Esa destreza posibilita la ejecución de una obra que no se distancia de lo que es y está. No adultera nada, ni pretende llamar la atención, no suena ninguna voz afectada, ni exhibe ninguna imagen distorsionada por un pincel ebrio.
La marca de autor
El Greco, a quien tengo a la izquierda, lo hace. Velázquez, a quien tengo a la derecha, lo hace también. Los boleros de conjuntos como Los Panchos, a quienes recuerdo de un bar en Shanghái una noche antes de un tifón, atinan en la diana de lo mismo. Esa suerte de creaciones, hoy por hoy, son las que adoro. Alejo Carpentier exaltó la capacidad de Cervantes para crear un mundo perfectamente humano, verdadero, no ficticio, como el que consumimos en el siglo. Juan Rulfo, en relación con otra estética y otro orden de cosas, lo reprodujo por igual, atemperado a una tradición de pensamiento mexicano. El mismo Carpentier, arraigado en su tierra cubana revolucionaria, a pesar de todos los vocablos que ignoramos, lo narró de un modo real maravilloso, barroco. Cada autor ha acercado a su capricho una misma condición humana.
La poesía en el siglo
La poesía, desde mi punto de vista, equivale a la aproximación a una realidad desconocida hasta ahora, que pone en movimiento la necesidad de recurrir a expresiones no usadas, no halladas antes, para referir lo nuevo, por mucho que apunte a lo cotidiano. Estableciendo una analogía, de igual modo que nadie en su sano juicio inicia una conversación casual en la calle diciendo algo como yo respiro, yo tengo costillas, yo percibo la fragancia de una rosa por medio del sentido del olfato, en igual medida la poesía se aleja de la obviedad de la existencia, para perseguir, en cambio, la caza elevada de la intuición de una altura solitaria. La poesía atisba lo que no ha palpado la fe. Lo refleja con un lenguaje claro y preciso.
La juventud frente a la edad madura
Los jóvenes, debido a su natural constitución de brío y arrojo, aprendida de los cuentos de Nikolái Gogol, en ocasiones carecen de la capacidad de escuchar a los mayores. Tienen en el imperio de su imaginación una plataforma abierta al heroísmo y la santidad, aunque sus pies todavía caminan por nuestro suelo inestable en los afanes y dilemas del día a día. No han ejercitado las potencias del alma en el desengaño del mundo, que apuesta por la desconfianza, la reserva y el protocolo. Los jóvenes de sesenta años hablan de Paul Auster porque creen en él. Las personas de edad madura, en cambio, han llevado la literatura del prodigio norteamericano a un uso de la razón cifrado en el misterio.
Haré una pregunta retórica. A qué persona no le gusta encontrar un círculo perfecto en su sonrisa. A quién no le gusta portar un triángulo austero en su semblante, con una disposición de los rasgos concertada en la geometría. A quién no le encanta disponer de una coma (,) aguda, ingeniosa, en el espíritu, que muestre el revés de la evidencia que ampara al impostor. A esto equivale el orden que comporta el cosmos en su ornamento. Lo que nos muestra la naturaleza carece de la necesidad de una argumentación. Allá nos dirigimos los grandes y los pequeños, como si del mar habláramos en relación con la poesía del autor de las Coplas a la muerte de su padre. Yo soy un clásico, como probablemente salta a la vista.
Los clásicos
“I like particularly the Spanish colonial buildings”, me escribió un amigo australiano, un buen cocodrilo. Él se refería, me parece, a la arquitectura colonial de los países hispanoamericanos, como México. Ciertamente, pienso, lo folclórico, lo pintoresco, posee un atractivo irresistible. Ese mundo todavía hecho a mano, lento para echar a andar la máquina del futuro, firme sobre una tradición que hunde sus raíces en los Olmecas, hace más de 3000 años, cuando la Península Ibérica la habitaban los pueblos prerromanos, ese mundo nuestro, compartido a diestra y siniestra, no deja de cobrar un guiño coqueto a ojos de propios y extraños.
La columna no leída hace ocho días
¿Por qué la semana pasada no pudimos escribir lo que ahora hemos comenzado en un par de horas? Nuestro poema, por llamarlo de algún modo, quedó corto con el compromiso profesional contraído con nuestros lectores. Ese desaguisado no dejó de movernos al pesar. Hincamos el codo en la faz del escritorio y meditamos nuestra suerte. Finalmente, sin embargo, llegados al día de hoy, por medio de otro poema, de título parecido, procuramos enmendar la plana de lo redactado ese día, para restablecer en la concordia de la sintaxis y semántica un entendimiento personal y colectivo que granjea para las arcas de la escritura una estrella en la frente. No obstante, antes de dar ese paso, o salto, no a ciegas, diremos algo más sobre el epígrafe anterior.
Nosotros tenemos todo que aprender de los jóvenes. Ellos portan en el alma el fuego de un bien al que nosotros aspiramos todavía. Escuchémoslos, concedámosles un metro cuadrado de lo que con sangre, sudor y lágrimas hemos adquirido, retirémosles la sombra de nuestra atención, finjamos no darnos cuenta de las sonrisas que pintan en el rostro cuando consultan sus teléfonos inteligentes. No insistamos en decirles que tienen en el espejo de las personas de edad madura la representación del drama donde todo, a imagen y semejanza de la realidad, se reduce a la impostura.
Nuevo poema de esperanza
Apartando del escritorio la columna manuscrita que nunca publicaré,
guardando lápiz, goma y sacapuntas en un cajón,
retiro la silla y me hinco al pie de la ventana.
Recojo las manos trabajadas la altura del pecho,
invoco el favor de la poesía.
Pronuncio las sentencias recordadas de su credo,
hasta llegar al final.
Las repito,
una vez más,
hasta tornarlas reales,
en las cuentas de una noche conjurada.
Escribo.
Recurro a tu palabra, oh poesía,
en aras de anunciarle a los oyentes
aquello atesorado en el silencio.
En esta travesía de un sueño
surcado por la barca del lenguaje,
adentro a una isla no turística,
topamos una vida literaria.
Las sirenas nos miran desde lejos,
dejando en la selfie la impresión de una cabellera abundante,
ondeando con el viento que la mueve.
Por eso en este canto de esperanza,
nuevo,
recojo en el ramo de la estrofa rutilante
el paso de la vida en un deseo,
de ser a la verdad un nombre propio.
Discurro por el cauce de la estrella
que guía sin saberlo la mirada,
errante y vagabunda a la altura
del cielo que imita lo terrestre.
Me siento en piyama al escritorio,
redacto con el lápiz una estancia,
que dejo descuidada mientras bebo
la taza de café acostumbrada.
Escucho en el teléfono el timbre
del tono del mensaje electrónico,
que dice lo que leo y respondo
juntando con las yemas un criterio.
Las flores del jarrón en mi estudio
alternan su concordia con los árboles
erguidos en la isla atisbada
arriba en el verso imaginario.
Lo externo e interno se conciertan
al pie de las pupilas de los ojos,
que miran con el alma lo exhibido
aquí en el museo del poema.
La luna y el sol se reconocen
conjuntos en un plano sin volumen,
trazado en el grafito de un lápiz
sin parte amarilla para usarlo.
La última grafía obedece
a una habilidad que se esfuma,
sin nada en la punta reducida
a algo imposible de agarrar.
[…]
el uso y la costumbre de los pobres
que cifran en la piedra su refugio,
y dictan con el modo de sus manos
la forma de una luz sin condiciones.
[…]
El verso, por lo tanto, sin Petrarca,
ni Dante, ni los mayas, ni los chinos,
discurre con la gracia recogida
del trino de los pájaros celestes.
Su canto lo ofrecen unas manos
abiertas en el cuenco de la hechura,
que porta un regalo sin reclamo
de tasa que amortigüe lo gastado.
Implora caridad en nuestro hermano
que tiene a su alcance el futuro
que rueda a nuestro paso por el siglo.
Bendice la renuncia que granjea
la vida retirada del engaño,
que tiene por tramoya la existencia.
Lo estampa en el credo letraherido
***que fía su sustento a la esperanza.***
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