Aquel piso le pareció idóneo por sus múltiples cualidades. Una excelente ubicación, cerca de los núcleos importantes de la ciudad, y a mano de comercios y bancos. Su brillante luz entraba a raudales por los ventanales, que daban a una calle tranquila. Unas vistas que, sin ser excelentes, le permitían ver el cielo desde cualquier lugar de la casa, como a él le gustaba.
Tenía algunas pegas significativas, eso sí, que le hubieran echado para atrás, pero, tras reflexionar, pensó que ninguna era insalvable. Estaba un poco anticuado en sus acabados, y lo vendían, incondicionalmente, con algunos muebles que le parecían un poco desfasados, pues llevaba cerrado muchos años. Con algún arreglo que lo actualizara, pensó, sacando el mobiliario y poniéndolo a su gusto, podría ser una vivienda ideal.
A la hora de vaciar el inmueble para que empezaran la remodelación, decidió salvar una mesilla que le resultó curiosa en sus formas, con la idea de pintarla y dejarla, como auxiliar, en el salón.
Comprobó que no había nada en sus cajones y la dejó en una terraza cubierta mientras terminaban las reformas. Cuando, uno de los días que se pasó por allí, vio que todo estaba muy avanzado, decidió que era el momento, a falta de unos pocos remates, de ponerse a pintar la mesilla, pues pronto se mudaría. Al sacar los cajones comprobó con gran perplejidad que, en su parte inferior, en la que no se le había ocurrido mirar, había un bonito cuaderno azul, encuadernado, cuyas tapas tenían preciosos dibujos de arabescos en un tono dorado mate.
No salía de su asombro al tener aquel objeto tan bello entre sus manos y, al disponerse a abrirlo, llegó un operario a preguntarle dónde quería colocar exactamente ese enchufe que iría al lado del sofá, así que le acompañó para darle instrucciones, y siguió atareado con ésto y lo otro, de profesional a profesional, pues su casa estaba ocupada por varios de ellos ultimando detalles.
Llegó a su hogar anterior deseando abrir el cuaderno que se había llevado, pero al ver tantos bultos repartidos por las habitaciones, recordó que debía seguir embalando, en este caso, los libros más preciados que quería conservar. Acabó muy agotado sentado en el sofá, donde al instante cayó dormido.
A la mañana siguiente, sonó bien temprano la alarma porque se iniciaba la mudanza.
Aquello fue un no parar de muebles desmontados, cajas, embalajes, artículos delicados abrigados con el rótulo, en rojo, de frágil, mantas envolviendo enseres, ascensores arriba y abajo…
El día terminó con todo lo importante montado y algunas cajas sin abrir, pues quería ir buscando, sin prisa, su nueva ubicación a algunos objetos.
Cuando se tumbó exhausto sobre el sofá, recordó que tenía pendiente pintar la mesilla que haría de auxiliar, y le vino a la cabeza el cuaderno, entrándole mucho agobio, pues en ese momento no sabía dónde lo había puesto.
Buscó por toda la casa, pensando en que quizás lo subió junto a algunas otras cosas y lo habría dejado en cualquier lugar por la premura de todo el desembarco de muebles y utensilios. Pero no aparecía por ningún rincón.
De pronto le vino la imagen de él mismo guardándolo en la guantera del coche esta mañana temprano.
Estaba tan exhausto, que le dio mucha pereza bajar. Llevaba todo el día de acá para allá, sin parar ni un momento. Incluso cuando se fueron los de la mudanza, con la ilusión de adelantar el máximo posible, siguió probando si algo quedaba mejor en este o en el otro lugar, dando algunas vueltas para ver cuál le parecía la mejor opción.
Se dio cuenta de que no había comido nada en todo el día. Cogió unas cuantas almendras y un vaso de leche y se sentó con las piernas estiradas y el cuerpo como si le hubieran dado una paliza.
A los cinco minutos no pudo vencer la tentación de coger la tarjeta del coche y el reluciente mando del garaje.
Cuando subió a casa, se acomodó, y abrió expectante el cuaderno.
En su primera página ponía, con letra manuscrita:
“Poemas”
“Mercedes Sánchez”
Con este guiño, celebro, agradecida, 319 artículos con las fieles personas que me leen.
Mercedes Sánchez
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