Lo del dolor es una de las sensaciones más relativas que existen; esto lo aprendí en mi primera visita al dentista en estas tierras nórdicas cuando el propio me preguntó si el empaste lo quería con o sin anestesia, aduciendo que el precio variaba. Aprendí que mi poca resistencia al dolor es solo mía propia y de paso, que a los nórdicos no les molesta nada hablar de dinero, incluso cuando se trata de curarte. Algunos años más tarde, mis amigas parturientas se preguntaban si no sería conveniente renunciar a la epidural y aceptar la maldición bíblica con todas sus consecuencias; curiosamente, todas acababan recurriendo a ese maravilloso invento que hacía del parto una experiencia menos dolorosa.
Los dolores físicos nos machacan y en pleno siglo XXI los remedios para evitarlos son infinitos, afortunadamente. Otra cosa son los dolores del alma y del espíritu, para los que hay poca cura o, si la hay, sin eficacia garantizada. Este mismo siglo de la locura y el disparate nos proporciona ya no los famosos libros de autoayuda (y tantas veces de auto hundimiento) que encima hay que hacer el esfuerzo de leerlos, sino todo tipo de charlatanes digitales y semejantes, grupos y grupúsculos de meditación, sectas, religiones y hasta una terapia artística, gimnástica o contemplativa para cada uno de los duelos posibles a los que se enfrenta el ser humano. Lo digo como lo veo, sorprendida y sin ánimo de crítica, que conste.
Sin ánimo de crítica pero sí con extrañeza, por que no sé si hay tanto dolor para tanto remedio o si en esta sociedad de piel fina pero ánimos encendidos en la que hemos mutado, lo de curar las penas se ha convertido en un negocio. Como si todas las penas tuvieran que curarse por obligación y no nos fuera permitido vivir con un dolor permanente, una herida abierta o una pena por llorar. Las personas tristes se han convertido en poco frecuentables por culpa de los algoritmos sociales que nos dicen que hay que estar contento por obligación cuando, desde el punto de vista artístico y poético, la tristeza produce más y mejor: compárenme ustedes la felicidad del “don’t worry be happy” y similares, con las estrofas a la manera de Quintero, León y Quiroga (de “Ay pena, penita, pena” para no iniciados):
Yo no quiero flores, dinero, ni palmas
Quiero que me dejen llorar tus pesares
Y estar a tu vera, cariño del alma
Bebiéndome el llanto de tus soleares
Y luego hay un nivel superior de pena expresada públicamente al que no llegamos el común de los mortales, así nos dé por escribir. El ejemplo más ilustre es el “me duele España” de Unamuno, que era algo más que una frase: era el lamento triste del filósofo antes la veleidad de un dictador que lo levantó de la silla de la Universidad que tanto quería; y ante la ignorancia, que para Unamuno era la más temible de las enfermedades. Me pregunto si don Miguel da vueltas en su tumba como tantas vueltas le dio a la Plaza Mayor, en estos días en los que para ser doctor honoris causa basta con ser tenista, aunque sea de los buenos. Me duele ese nombramiento del claustro de doctores de mi alma mater como a él le dolía España; me duele el tufo a operación de marketing que desprende el nombramiento y me duele que el señor Nadal, por quien tengo el mayor de los respetos, no comprenda que lo suyo tiene mucho mérito, pero no es calificable como mérito académico ni tiene aún edad para ello. Y ya de puestos, le explicaría que ser doctor honoris causa implica llevar un birrete, símbolo de la coronación de los estudios y un anillo que te desposa con la sabiduría, así como sostener un libro abierto donde buscar esa sabiduría que tan esquiva es a veces. El doctorando se compromete a prestar a la Universidad “favor, auxilio y consejo cuando se le requiera”. Quizás el doctor Nadal (cuando lo sea) pueda hablar de nosotros a esos amigos saudíes con los que se codea ahora y traerlos a Salamanca, esta vez sí, con intenciones filantrópicas y no como aquellos falsos emires que vinieron en el 2022 y nos la colaron por toda la escuadra.
O quizás don Rafael Nadal Parera, que parece ser persona de cierto juicio, se lea la prensa y decida que él que pinta en todo esto…Su renuncia lo haría más grande que muchos de los títulos que ha ganado. A mí por ahora y con estos asuntos, me duele mi Universidad; y me aguanto.
Concha Torres
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