El barro, el color y la sonrisa

Creo que es un gran error considerar que hay una “única Historia”. Un único relato de grandes nombres, de grandes victorias o de selectivas penurias. Una única narración oficial presentada como carente de tachas, máculas y sesgos. Por eso, debemos contestar de manera crítica ante esta Historia mediante el estudio de varios enfoques y el ofrecimiento de nuevas perspectivas contrastadas.

El estudio sobre la figura de la magnífica escultora Luisa Roldán (1652-1706) no es nuevo ni su fama es producto de un lavado de imagen institucional como quieren ver algunos malos ojos. La autora ya fue reconocida con el título de “Escultora de la Corte” durante los reinados de Carlos II y Felipe V, además de aparecer en uno de los tratados más importantes para el conocimiento de los artistas de la Edad Moderna: Las vidas de los pintores y estatuarios eminentes Españoles de Antonio Palomino, quien la conoció y alabó tanto su obra como su humildad. Por una parte, tras su muerte y de manera paulatina, su nombre se fue perdiendo en el imaginario colectivo en pos de otros escultores de producción más numerosa y estudiada en los inventarios decimonónicos. Por otra parte, el mercado del arte extranjero, aprovechando la diáspora artística de las sucesivas desamortizaciones, fijó su atención en las pequeñas esculturas en barro policromado que habían recalado—en la mayoría de los casos— en colecciones privadas, por lo que la fama de Luisa Roldán en particular y de otros escultores barrocos, más allá de experimentar una popularidad globalizada, acabó siendo mejor valorada por unas miradas no acostumbradas a un contexto donde los santos participaban más en la humanidad que en la sacralidad. En el momento actual, afortunadamente, el conocimiento sobre Luisa Roldán pasa por sus mejores días al asistir a una revalorización de esta y que, de alguna manera, salda una auténtica deuda histórica. Prueba de ello, por poner un ejemplo, es la magnífica exposición temporal Luisa Roldán: Escultora Real en el vallisoletano Museo Nacional de Escultura, una monografía dedicada a ensalzar su obra y su persona hasta la consecución del más alto mérito.

Ello supone ver de cerca aquella fastuosa imaginería que redundaba en lo popular, en el detalle anecdótico elevado a tema principal sin perder un ápice de sacralidad ni mucho menos de calidad artística. También permite conocer esa particular manera de trabajar los materiales que tenía la artista: el trasvase técnico entre el barro y la madera, trabajando esta última como si de la blanda materia se tratase. Otorgaba a la madera una serie de texturas únicas y a los drapeados confería la levedad de la Gracia. Este virtuosismo técnico no pasó desapercibido por las clases altas del momento, viendo Luisa Roldán en la producción de terracotas policromadas la oportunidad tanto para labrar su nombre en la sociedad madrileña de la época como para suplir la compensación monetaria no incluida en el título de la Corte. Son sus terracotas, pues, testimonio de una vida denostada que poco tiene que ver con los colores y las dulces sonrisas que las revisten.

Luisa Roldán canalizó la nueva sensibilidad artística y piadosa mediante modelos frescos y de ternura inusitada, antecedentes de cierto decorativismo sacro. He aquí el relato rescatado, la herencia polícroma de una artista a la que nunca debimos perder de vista.