Los caminos de la procrastinación son inescrutables. Nos alejan del lugar debido, del pensamiento adecuado y de la carrera. Leía las palabras de Blanca Varela, como el que busca el remanso aun en la tranquilidad de un tiempo detenido y vacacional, cuando me topé con el poema “Curriculum vitae”. Quizás habla del continuo trasiego de una vida carente de recompensas donde el único rival en contra es nuestro sentimiento negativo. Quizás solo recupera el dolor de Sísifo. Quizás sus palabras llegaron para complementar a una flor de plástico que abandoné meses atrás con el pretexto de centrarme en los estudios.
A finales de año no hice otra cosa que empaparme de tranquilidad. Me zambullí en la silla a intentar, mediante piezas de construcción de plástico, que florecieran unas azucenas mientras escuchaba todos los discos que me había dejado en el tintero antes de los exámenes finales. Así, el fin de año se convirtió en la continuación de la vida. Al colocar las piezas verdes para conformar los tallos más turgentes me dije a mí mismo “la vida era esto”. Era poder sentarse a pensar con las manos ocupadas. Y pieza tras pieza, ficticio pétalo tras ficticio estambre, conformé según un escueto manual de instrucciones la flor de plástico, presenciando con ella el nacimiento de una presencia eterna y la muerte de mi ocupación manual. Dije “esta flor me sobrevivirá” en voz alta con total convicción. Entre 100 y 1300 años. Esa es la cantidad estimada de tiempo, revelada por una búsqueda rápida en Google, que tarda en degradarse en el mar. Pienso en Enoc, en Lamec y en Matusalén cuya huella es puramente verbal. Centenarios, pero no más que el plástico. Con los modelos de producción actuales nuestra vida ha quedado plastificada, pero no por ello protegida, sino maniatada. Como puesta en un expositor: esto es lo que hago día a día, este es el café que he bebido hoy, este es el mérito que debe hablar en mi lugar. Y la consecuente constitución de una presencia falsa, de un remedo de uno mismo, la sonriente escultura de metacrilato en la meta. Corremos con ella a cuestas, mostrándola como carné de identidad, tratando que sea la mejor versión de nosotros mismos. La que triunfa, la empática y simpática, la viajera y la “supuestamente real”, la producida por un discurso naïf e intelectualista. Camuflando la “sal” con el “vino de la victoria”.
Y la flor me sobrevivirá porque mi vida, aunque plastificada, no es de plástico. No la puedo montar ni desmontar siguiendo un manual. No la puedo proteger ante el tiempo ni puedo consagrarla al relato puro. Tampoco puedo dejarla en una estantería. Esa es la vida de la flor de plástico que me regalaron.
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