No sé qué humorista, que no conocía y sigo sin conocer, en la retransmisión de TVE de las campanadas, que no vi y no veré (pocos diferidos más absurdos), ha mostrado una imagen en la que, sobre la bóvida mascota de un programa, se veía el Corazón de Jesús.
En el primer día del año, cuando esto escribo, leo reacciones en las que se tilda de blasfemia el hecho y otras en las que se jalea, que el respeto a las creencias y sentires del prójimo están menos protegidos por ley que las vaquillas desahuciadas del Grand Prix. No sé si había odio, reproche y desafío en esa persona, que son las actitudes en las que el Catecismo de la Iglesia Católica enmarca el acto blasfemo. Sea contra Dios, contra los santos, contra la Iglesia o contra las cosas sagradas. Prefiero pensar que no, pero ante esa supuesta burla, sátira o provocación, que descubre más que talento poca imaginación, y más que novedad un estilo trasnochado, muy propio del repetitivo y casposo anticlericalismo español, he recordado aquel grafiti en el que algún pagano de la Roma de finales del siglo I se burlaba del cristiano Alexámenos por adorar a un Dios que se dejaba crucificar.
Ya va para dos mil años en los que se han sucedido blasfemias sobre paredes y sobre personas, porque en nombre de Dios se ha matado y por amar a Dios y no renegar de Él se han ofrecido millones de vidas, que han hecho germinar nuevos Alexámenos que no se avergüenzan de adorar a un Dios que ha extendido sus brazos en la Cruz por puro amor a los hombres.
Banalizar su Corazón, reducido a mero atributo decorativo de “una estampita” a la que no se le da otro papel que el de simple amuleto, causa dolor en los que confiamos en Cristo, pero más que hacernos perder tiempo en trifulcas de vertedero nos debiera animar a renovar esa confianza tan necesaria, la que realmente nos hace cabalgar, avanzar, acercarnos a la meta de la salvación que no se busca atravesar en solitario.
Se me ocurre que un medio muy valioso para caminar en esta renovación puede ser la lectura, despacio y en paz, de la carta encíclica publicada por el Papa Francisco el pasado 24 de octubre, sobre el amor humano y divino del Corazón de Jesucristo: Dilexit nos. Es decir, “Nos amó” (Romanos 8, 37). Como concepto/símbolo, el corazón, núcleo interno de la persona, atraviesa una crisis propia del tiempo en el que lo externo desnuda sin arropar, del tiempo de los amuletos y la desconfianza, de la risa sin gracia, de los días sin meta. Volver a nuestro corazón, quedarnos a solas con él, nos devuelve a ese otro camino en el que ya no estaremos nunca solos, en el que nos arderá el corazón si escuchamos a quien se nos hace el encontradizo para acompañarnos.
El camino siempre lo abre la Cruz, porque fue ella la que separó para siempre las aguas de nuestro Mar Rojo y nos señaló la verdadera tierra de promisión, el Cielo. El domingo pasado, en cada diócesis, la Cruz era el signo jubilar, al comenzar un año de gracia, de perdón, de indulgencia. Alrededor del Corazón, inflamado por el fuego con que abrasa de amor el mundo, la corona de espinas de un Rey al que pintaron con cabeza de burro. Elevada sobre el Corazón, la Cruz en el que fue atravesado por la lanza, un madero precioso que sigue suscitando escándalo y es tachado de necedad, pero para nosotros es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. En Vos confío.
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