En estos primeros días del año -¡feliz 2025!- Tantos libros por leer les trae una propuesta extraordinaria, una obra maestra, breve pero de una belleza y una intensidad excepcionales, que resulta especialmente oportuna a pocos días de la ilusionante noche de Reyes. En 1914, el escritor irlandés James Joyce publicó su libro Dublineses, una recopilación de relatos, todos ellos teñidos de un profundo sentido de nostalgia y melancolía, que exploran diferentes aspectos de la sociedad dublinesa, desde los estratos más altos hasta los más modestos, y dando cuenta en ellos, de manera sutil pero apreciable, de las tensiones, los enfrentamientos y los conflictos políticos, históricos, sociales, morales y hasta metafísicos de la Irlanda de aquel tiempo.
Hay varias ediciones de Dublineses en nuestro país, que incluyen los quince cuentos del libro original. Las más recomendables, con diferentes traducciones, son las de Alianza Editorial y Cátedra. El texto que cierra la compilación es el soberbio Los muertos, que es el que quiero recomendarles ahora, en su versión autónoma y exenta al título principal presentada por el sello barcelonés Navona en 2021 en una edición modélica de poco más de cien páginas (estamos, en realidad, ante una novela corta), en un volumen de tamaño reducido y formato acogedor, que cabe en un bolsillo, con cubierta de tela, cinta separadora, traducción impecable de Nuria Barrios y esclarecedor prólogo de otro irlandés, John Banville.
El relato sería objeto de una igualmente formidable traslación al cine, en una película del mismo título, dirigida por John Huston en su último trabajo, rodado, ya al borde de su muerte, en 1987. El resultado es, a mi juicio, es una de las obras cinematográficas más deslumbrantes, conmovedoras y brillantes que permanecen en mi memoria cinéfila. Es por ello por lo que mi entusiasta sugerencia de hoy es doble, libro y película, ambos magistrales.
Los muertos nos traslada a Dublín en una noche de las navidades de 1904 (y en la fecha está la razón última de mi elección como lectura para estos días). Un matrimonio, Gabriel y Gretta Conroy, acude a la cena de Navidad que celebran todos los años sus tías, miss Kate y miss Julia. Llegan parientes y conocidos, amigos e invitados habituales. Se come, se habla, se canta, se danza. Se suceden con rutina ritual encuentros, charlas, bromas, pequeñas disputas, bailes, discursos. Al fin, todo acaba. Gabriel y Gretta abandonan la casa de sus tías.
Con la ciudad cubierta de nieve, la voz del narrador, que se ha detenido en describir las conversaciones, las incidencias, los lances y las circunstancias de la cena, se adentra ahora en la corriente de pensamiento del marido, que, de camino a su hotel, se mueve entre la alegría, la ternura y el deseo que le suscita la presencia de su esposa y la inquietud por la sombra de tristeza y melancolía que nubla la mirada de Gretta. Una canción que uno de los invitados interpretó en la fiesta, La joven de Aughrim, ha despertado en ella el recuerdo de un muchacho, Michael Fury, que, aún adolescentes los dos, la pretendía. Conmovida hasta las lágrimas, Greta contará a su esposo las circunstancias de amor del chico por ella, un amor trágicamente frustrado por la repentina muerte del joven, que no quiso seguir viviendo ante la imposible realización de su sentimiento. Gabriel, perplejo, paralizado por la sorpresa, la humillación y la rabia, se deja llevar por un torrente -arrebatado, intenso, sensible, emotivo- de reflexiones, en un repaso lúcido, apesadumbrado y desolador de su existencia, que vislumbra inútil, limitada, vacía, insulsa, incapaz de haber experimentado -solo ahora lo sabe- una pasión como la del pobre Michael Fury: Nunca había sentido aquello por ninguna mujer, pero supo que ese sentimiento tenía que ser amor. El sinsentido de su vida, plana, inane, carente de intensidad, mediocre, a la postre fracasada, se revela en toda su crudeza. Con su mujer apaciblemente dormida en el lecho tras la tempestad sentimental, con la nieve que cae, implacable tras la ventana de la habitación del hotel, Gabriel siente que ha desperdiciado su vida, se arrepiente de la superficialidad de los días y añora, nostálgico, un pasado que nunca ha sido, en un pensamiento memorable, una suerte de sentencia que ya forma parte de lo más destacado de la historia de la literatura y del cine: Mejor pasar a ese otro mundo impúdicamente, en la plena euforia de una pasión, que irse apagando o marchitarse tristemente con la edad.
En el cuento, por entre lo que, no sin exceso, podríamos llamar su trama narrativa, están -siquiera esbozados- algunos de los principales rasgos de la obra de Joyce: la presencia de la Irlanda de principios de siglo XX, el nacionalismo, la influencia británica y la búsqueda de una identidad propia; la diáspora irlandesa, el exilio y la emigración; las desigualdades sociales y el latente conflicto entre clases; el peso de la Iglesia católica y su asfixiante moralidad, restrictiva y puritana; el singular y en la época innovador estilo literario, caracterizado por la exploración de la subjetividad, el monólogo interior, el flujo de conciencia, los pequeños detalles, apuntados con maestría: una mirada, un gesto, un leve movimiento; el lenguaje rico en metáforas y elementos simbólicos: la nieve, el frío, la música, los referentes cultos, el río Shannon, el encuentro navideño, el apacible calor hogareño y el gélido ambiente exterior, el espejo en que se mira Gabriel, el propio seis de enero, día de la Epifanía.
Y en el relato afloran también -con distinto grado de importancia- muchos de los temas “joyceanos”: el amor, la pasión, la pérdida, la identidad, el pasado, la nostalgia, la memoria, la fugacidad del tiempo, la finitud de nuestras vidas, la evanescente naturaleza de la realidad y, sobre todo, la muerte, presente ya desde el mismo título.
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James Joyce. Los muertos. Editorial Navona. Barcelona, 2021. Traducción de Nuria Barrios. 120 páginas 12.50 euros
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