Sábado, 21 de diciembre de 2024
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El imperio vertical de la razón
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El imperio vertical de la razón

Actualizado 21/12/2024 09:49
Juan Ángel Torres Rechy

Por esa razón, cuando me dicen que la suma de los exámenes alcanzará las dos cifras, no puedo hacer otra cosas más que espantarme. Finjo seriedad, los animo a no preocuparse. Los engaño, diciendo que las pruebas no estarán difíciles. Los escucho y pienso para mis adentros, qué bueno que no soy estudiante.

Mis estudiantes se acercan al final del semestre. En la clase de ayer, me contaron en el salón de clases sobre los exámenes que tendrán. Vi en sus expresiones una mezcla de alegría y esperanza, una emoción contenida, un júbilo sencillo. Pusimos el calendario en el pizarrón y contamos las fechas de estas semanas, con sus respectivas evaluaciones. La cifra llegó, me parece, a los dos dígitos. En China, no tenemos vacaciones todavía. Hoy hemos entrado en el solsticio de invierno. La Fiesta de la Primavera, que sí celebrará las vacaciones del país, caerá el 10 de febrero.

Por mi parte, yo no les conté lo que había hecho el día anterior. El jueves por la tarde-noche lo invertí en la revisión de tareas pasadas, tanto suyas como de otros cursos. No les conté, parado en el salón de clases, frente a ellos, cómo había invertido tiempo también frente al ordenador, examinando el modo en que se imparten las mismas asignaturas en otras universidades asiáticas, norteamericanas, europeas, etc. Siempre me ha resultado fascinante ver el material didáctico de otros profesores. Los recursos pedagógicos, cuando los elaboran los propios docentes, cobran un brillo impagable.

Otra fuente bibliográfica para el enriquecimiento de mis materiales didácticos me la proporciona mi bibliotecario mexicano. No menos de cinco veces este año tuvo la deferencia de remitirme, vía postal, algún libro sencillo, raro, curioso, algún cartel del cine mexicano, casete de música, una estampa. La estampa, por razones que explicaré después, me resultó de un valor generosísimo. La cosí, incluso, en el forro interior de una chaqueta, para llevarla cerca del pecho, como en su día lo hizo, con otro papel, el pensador francés Blaise Pascal. La estampa ofrece un grabado del mítico lugar Shangri-La, de la novela de James Hilton, Horizontes perdidos.

La mañana del viernes fue especialmente fría. La suela de mi calzado, al asentar su materia con mi pisada robusta, crujía y se lastimaba, en la descomposición de micropartículas que quedaron en el suelo con una pizca de mi ADN, congelado también. La mano, extendida frente del rostro, no temblaba, sino que cobraba una rigidez estable, eterna.

El día anterior, jueves, había tomado un café en el campus con otros profesores extranjeros. Les mencioné algo de un escrito que adelanto cada vez que puedo, a ratos perdidos, de manera trimestral, cuatrimestral, quinquemestral. Uno de ellos, que parecía no prestar atención a mis palabras, me ofreció una retroalimentación interesante. Mira, me dijo, al tiempo que ponía sus llaves sobre la mesa. El locus amoenus se aprecia en estos y estos otros autores hispanos más, antes y después de Jorge Manrique. Es un caso que requiere más investigación.

Cuando le pregunté si compartía la idea de “cómo, / a nuestro parecer, / cualquiera tiempo pasado / fue mejor”, me respondió, con una inteligencia que no había apreciado antes en él, que divergía de tal sentencia. Le dio un sorbo al café, miró el reloj y continuó hablando. Si en algo resulta mejor el tiempo pasado al presente, aseguró, solo se debe a que desde el presente podemos dotar de un sentido nuevo los acontecimientos del pasado, que en ese entonces éramos incapaces de interpretar. Las cosas las vemos desde una claridad y altura distinta. La perspectiva le confiere su semántica nueva. Yo me quedé callado. Los demás profesores también nos veían. Uno de ellos dijo tómala, pero en su idioma. Yo le deslicé a mi interlocutor una manzana que me había regalado una estudiante. Le pregunté, nada más para no quedarme callado, si le gustaba el color nuevo del edificio al otro lado del lago.

Cuando los investigadores escriben artículos académicos, muchas veces recogen cosas de aquí y allá, las acomodan, las traen de lenguas como el persa, o el coreano, y las traducen a sus propios idiomas. Montan una arquitectura prefabricada y la afianzan mediante el uso de la inteligencia artificial, para enviarla, finalmente, a la revista que ya espera la contribución. Esto fue lo que me dijo otro académico, de un país eslavo. Otro más, él con un tono de reproche, o de menosprecio, hacia nuestra columna, dijo que él redacta correos electrónicos. Lo mencionó, claro, con un aire de superioridad. Yo redacto correos electrónicos de esta extensión, señaló, llevando las manos a la altura de la frente y las rodillas. Yo le pregunté si los escribía con letra de 500 puntos. Lo que él no sabe, porque él no escribe columnas, es que no resulta lo mismo componer un correo electrónico que una columna, por la sencilla razón, solo por citar un ejemplo, que en la columna en primer lugar nos dirigimos a nadie, sino a la hoja de papel en blanco, a ella misma, antes de estar en condiciones de concebir, finalmente, a la lectora, al lector.

Algo de lo anterior nos sucede a nosotros con la poesía. Redactar endecasílabos, para nuestra pluma, no representa ningún obstáculo. Hemos desarrollado la capacidad mecánica de producir endecasílabos por minutos, por cuartos de hora, por medias horas. Pero eso no es lo mismo que redactar un poema. La construcción de un poema implica el diseño, o la invención, de un ser que debe cobrar vida por sí mismo. Un poema es la adición de una vida nueva a la vida que había antes. El poema, cuando abre sus ojos y desplega sus alas y hace gala de su juventud y fortaleza, cuando bate con la palma de la mano todo lo que encuentra ajeno a él en la tierra, es un ser autónomo. Como lo hicieron los países hispanoamericanos en el siglo XIX en relación con la debilitada España, cobran una independencia legal. Por esta razón, la hechura de un poema no se compara con la producción de versos. Del mismo modo, decíamos arriba, que la redacción de una columna de periodismo cultural no se compara con el evío de correos electrónicos escritos con una letra de 500 puntos.

Cuando uno adelanta en estas cosas básicas del civismo y la literatura, descubre con mayor claridad el largo camino que todavía se tiende por delante. La soberbia se viene abajo con su dentadura picada, en un sentido metafórico. El cuerpo del ser humano queda liberado de cualquier aire de impostura que deba adoptar de cara a la verdad. Los ojos, como si fueran los ojos de Eva y Adán, se abren por primera vez. El agua en la garganta recupera su frescura primitiva. Todo cobra un orden. La persona entiende, por consiguiente, lo que vio Jorge Luis Borges cuando compuso su poema Las causas.

En ese punto del camino, que llega con los codos hincados en el escritorio y el abdomen maltratado, no se busca qué escribir, ni para quién. Las palabras nos hablan a nosotros. Su música, desde las estrellas, cae con la luz de la luna al interior de la ventana, y nos señala con su brillo lo que debemos reproducir. La fuente de la memoria, en buena medida, irriga los cauces de los renglones. La imaginación los endereza. La voz al oído de nuestra musa nos sugiere retirar los adjetivos que todavía nosotros, ignorantes y torpes, seguimos añadiendo. Nos dice cómo cerrar el círculo del cuadrado.

Esta escritura no se vende para exaltar a nadie que no lo merezca. Carece de un voltaje que mida la corriente eléctrica. Pero así como se consagra a la verdad, tampoco omite a los inexpertos. A ellos los guía de la mano de Virgilio por el difícil sendero de la creación artística y literaria. Los lleva a las estanterías de las bibliotecas y les da a leer a Enrique de Villena, Fernando de Rojas, al autor anónimo del Lazarillo, a Fray Luis de Granada, Juan Ruiz de Alarcón. Abre la gramática de Varrón y Nebrija y les señala las lecciones más sencillas. Los orienta, en otras secciones de las bibliotecas, por los caminos de la poesía trovadoresca, o provenzal, los pasatiempos del Arcipreste de Talavera, los tratados del Tostado, el humanismo de Francisco de Vitoria, la poesía de Sor Juana Inés de la Cruz y Concha Urquiza, de Leopardi y Ungaretti. Les señala, a un costado de la ventana incendiada con la puesta del sol, la estética de la inteligencia de Giambattista Bodoni y Franco Maria Ricci. Entonces sí, al cabo de esas horas breves de los lustros, los acompaña afuera a la puerta de entrada, los escolta por la escalinata que baja a la calle y los despide, para que vayan a impartir sus cátedras por todos los pueblos del orbe.

Para las personas que escriben, el silencio también contiene un valor significativo. Ese silencio, podríamos decir, representa una coreografía. El autor, sin apenas mover los pies, conduce el baile. Apenas con la palma de la mano, con el canto, orquesta el ensamble del baile. Una palmada en la espalda, una insinuación con el hombro. Una mirada apagada. El ritmo de la música. Todo sucede solo. El silencio detrás de lo que vemos cubre con su sentido lo inexplicable y lo vuelve materia aprobada.

Este es el silencio de mis estudiantes en el salón de clases. De mis lectores, en los escasos hogares que me leen. Estos son los ojos de un gato que clava su mirada en la mía y me vuelve la espalda, indiferente, fingiendo no importarle la historia del día cuando tuve en mis manos una memoria USB del coleccionista de arte Corrado Mingardi y no descargué sus archivos en mi ordenador. Esa tarde desafortunada, otro profesor de la Universidad de Salamanca, que no fue Don Pedro Cátedra García, se acercó a preguntarme si había descargado los documentos del señor Mingardi. Le respondí que no. Era verdad. Él, por su parte, me pidió que le dejara el asiento y miró en el portátil que había proyectado la conferencia de esas Jornadas Bodonianas si había quedado algo en la carpeta de las descargas. El gato me escucha, mueve la oreja, pero no voltea a verme. Yo le pico la espalda. Él no se inmuta. Pero a pesar de eso abrigo la esperanza de que en su seno al menos diga, en su propio idioma, que no debe ser otro que el español, algo así como ya lo sabía, Juan Angel, tú siempre has sido esa clase de humano ajeno a la astucia que a mí me sobra a cantidades. Se levanta y camina con su elegancia no aprendida a otro lugar más cálido.

El silencio del párrafo de arriba lo llevo colgado de la estrella de mi frente. Es el tranfondo, que no la tramoya, del escenario donde escucho hablar a mis estudiantes. Cada palabra suya reclama mi atención completa. Cada frase me anima. Cada pregunta me instruye. Cada descubrimiento, cuando la sorpresa llena de luz sus ojos, me depara una revelación similar a mí. Las manos de mis estudiantes, posadas en sus cuadernos, deletreando con sus murmullos los guijarros de las lecciones, me dejan en un estado que podría comparar, otra vez de manera metafórica, al seno materno, abierto a una comprensión y compasión infinitas. Por esa razón, cuando me dicen que la suma de los exámenes alcanzará las dos cifras, no puedo hacer otra cosas más que espantarme. Finjo seriedad, los animo a no preocuparse. Los engaño, diciendo que las pruebas no estarán difíciles. Los escucho y pienso para mis adentros, qué bueno que no soy estudiante.

Por cierto, ayer por la mañana, antes del inicio de las clases, le dije a un estudiante que llegó al salón 20 minutos antes de la hora: cuando yo tenía tu edad, también llegaba 20 minutos antes a la universidad, pero yo no entraba en el salón, como tú, yo me iba alla atrás, al lado de la pared, para tomar mi café y fumar mi cigarro. Había unos que me encantaban —esto último no se lo conté—, los Delicados, sin filtro, los Alitas, los Alas Extra, de cajetilla color verde.

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