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Al niño Jesús le falta un dedo: Crónica y avatares de un belén en continua construcción
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Al niño Jesús le falta un dedo: Crónica y avatares de un belén en continua construcción

Actualizado 12/12/2024 18:54

Uno de los proyectos más importantes en mi familia parece, sin duda alguna, la construcción de un gran belén que complete durante las navidades el gran vacío ornamental que dejan dos baldas del salón. El tema, mucho más profano que piadoso, se ha convertido en el gran eje vertebral de una casa que aspira hacer de los días el auténtico hogar, convirtiéndose, incluso en el pie quebrado de la casa durante el resto del año.

Como toda historia, tiene un comienzo primitivo y con tintes pseudomíticos antes de su redacción: un pequeño portal en frágil cerámica comprado en un ultramarinos y donde se encuentran los personajes más necesarios: la Virgen María, el niño Jesús, San José, los Reyes Magos, un ángel y una oveja de manera anecdótica. Este pequeño antecedente que adoro me resulta perfectamente armonioso y alabo su equilibrada composición. Muchos años después, con mi hermana y yo ya creciditos, se decidió hacer una pequeña concesión para ampliar el belén con otras figuras secundarias amparándose en una jugosa oferta y prometiendo una mayor y más efectista escenografía de acuerdo a los rudimentos caseros. Esto es, un paisaje escueto con escenas pastoriles y urbanas, algunas tiernas, y el típico río de papel albal. El lugar elegido para este despliegue fue el zapatero del pasillo.

En el corto periodo de dos años y, seguramente presionada por mí, mi madre hizo aumentar la fauna del belén exponencialmente: ahora había un gran rebaño de ovejas que seguían a un pastor demasiado alargado para entrar en su caja correspondiente, un ganso que luchaba por asentarse en las aguas metalizadas, un dromedario solitario en un pequeño desierto de serrín pulverizado y un gallo que por alguna razón poníamos junto a una mujer a la que, por su vientre, llamamos “la pastora embarazada”. Pero claro, el herrero, la churrera y una cocinera resultaban demasiado especiales para no considerarlos en el belén, así que tempranamente tuvieron su lugar en una aldea improvisada y carente de infraestructura. A ellos se sumó la presencia de un Herodes inquisitivo acompañado por soldados parejos, uno de los cuales tiene la misma estabilidad que la bolsa financiera de Nueva York.

La disposición de este pequeño ecosistema primitivo y de dudosa firmeza en un lugar de tránsito auguraba problemas desde el primer momento. Para empezar, las figuras corrían el riesgo de besar el suelo cada vez que se utilizaba el zapatero o alguien pasaba por su lado, sobre todo si llevábamos mochilas, pues terminábamos arrastrando la base irregular de papel albal. Luego, el suelo estaba permanentemente sucio por la utilización de polvillos coloreados que ambientaban tanto la ribera del río como el desierto. Y, por último, el belén no dejaba de crecer así como lo hacían nuestros delirios de grandeza. Como buenos observadores pedestres y siguiendo la honorable práctica medieval de la copia de formas y funciones intrínsecas, vimos completamente necesario la hechura de un pueblo en consonancia con el valor de nuestro belén renovado. Así, capitaneados por mi padre, la familia se puso en busca y captura de cartón, corcho y, sobre todo, poliespán para salvaguardar cada una de las figuras. Todo manual, sirviéndonos de múltiples tutoriales en YouTube y con la argumentación anual, aunque solucionada desde el primer día, de por qué la casa de la cocinera es más grande que el castillo de Herodes. Así, el belén se trasladó a una única balda inutilizada en el salón, ganando en seguridad y magnificencia. Pero la fijación por las figurillas de oficios y los animalitos no cesó, así que a medida que aumentaban las escenas secundarias (que no contradecían la historia sagrada y se relacionaban con la moral postridentina más de lo que parece a primera vista), también aumentaba la necesidad de una segunda ampliación. Así, comenzó la división en dos baldas: una para el remedo de la antigua Belén y otra para disponer el portal en un ambiente arcádico alejado de las amenazas de Herodes. Y, con más espacio, también existía más vacía y, como tendemos naturalmente a la barroquización, se decidió comprar otros reyes magos en condiciones, con sus pajes y sus camellos, por lo que ya existía una contradicción con el origen, con la que se convivió unos años más. Sin embargo, el portal original y alma mater terminó por quedar tan empequeñecido que, promulgando las mismas excusas ridículas que llevaron a la hechura de la Catedral Nueva, me llevó a seguir presionando por comprar un nuevo portal con otras figuras, lo que obligaría a otra remodelación y a la relegación del núcleo otra vez al zapatero del pasillo. La crónica no termina aquí, sino que los trabajadores comprados en los años sucesivos y que habían quedado como meros vendedores ambulantes también tuvieron su casa desde hace dos años. Así, y en salón de casa durante las Navidades, hay un belén de tras baldas no tanto en representación del Nacimiento, sino en representación del amor por hacer las cosas bien y de la necesidad por poseer un proyecto familiar. Al final toda esta perorata se resume en eso, en tener algo bonito en colectividad.

Las figuras observan impertérritas cómo se suma dificultosamente un pequeño molino y cómo se embellecen las aguas cristalinas de un río de goma eva. Cómo aparecen más ovejas y cómo ahora se comercian telas. Cómo el Niño Jesús pierde uno de sus deditos por un tonto jugueteo. Y eso ya no importa, porque el Belén parece por fin acabado entre debates de si la lavandera tapa a una pastorcilla, de si el musgo es suficiente o si se ve bien el anuncio del ángel. Aunque seguramente quepan unas ovejas muy coquetas que están de oferta y unas tomateras para que parezca que hay actividad agrícola. Cada año queda algo en el tintero. Queda algo que sumar.

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