Su "mirada cotidiana es inevitablemente poética. Aunque los demás caminemos por los mismos parajes, no vemos las mismas cosas que él"
El albercano José Luis Puerto es un escritor de sobra conocido en nuestra comunidad de Castilla y León. Sus numerosas publicaciones han merecido el reconocimiento y el premio de sus lectores, así como también de diversas instituciones culturales. Tuve la gran suerte, durante ocho cursos, de compartir con él la docencia en el IES Fco. Giner de los Ríos de Segovia y, aunque después se trasladó a la capital leonesa, hemos logrado mantener nuestra amistad a pesar de la distancia y el paso inexorable del tiempo. Tras su jubilación, se dedicó en cuerpo y alma, ahora a tiempo completo, a recorrer pueblos, pegar la hebra con sus habitantes —particularmente los mayores—, indagar en archivos y bibliotecas, y a escribir con el fin de dar a conocer todo lo descubierto y vivido en sus rutas etnográficas y antropológicas.
Muy meritorios son sus trabajos etnográficos referidos, principalmente, a las provincias de Salamanca, de donde es natural, y de León, en la que reside desde hace ya algunos lustros. Sin embargo, aunque tengamos en gran estima sus publicaciones acerca de las tradiciones culturales del territorio salmantino y leonés y sus traducciones de poetas portugueses, así como su labor de editor, el rasgo literario por el que José Luis Puerto comenzó a destacar y sobresale, a mi entender, es el de poeta. Desde su primer poemario “El tiempo que nos teje” en 1982, hasta “Ritual de la inocencia” en 2023, ha ido desgranando en cada uno de ellos —y van doce— las vivencias personales que han marcado su existencia desde los años de su niñez hasta el día de hoy. De manera muy especial, José Luis Puerto recurre con insistencia a sus recuerdos de infancia en el pueblo, con su familia y convecinos, a los paisajes que recorrió, sobre todo con su abuelo Pablo, porque su padre, como muchos otros, había tenido que emigrar al extranjero para intentar conseguir el sustento necesario para la familia. Eran los tiempos de la pobreza, el sacrificio y las incontables carencias materiales que asediaban a las clases sociales humildes de posguerra. Era el universo de la precariedad que no logró doblegar el espíritu de familia y amistad que, con generosa y solidaria humanidad, compartían las gentes humildes del mundo rural —nada de lo humano les era ajeno—, que enseñaron a sus descendientes a apreciar el valor de las cosas y a admirar con agradecimiento lo poco o mucho que gratuitamente les ofrecía la naturaleza circundante, acompañándolos cada estación del año y cada momento del día, aprendiendo con ella a ser felices, utilizando y gozando de los escasos —pero valiosos y enriquecedores— objetos que hallaban a su disposición.
La mirada cotidiana de José Luis Puerto es inevitablemente poética. Aunque los demás caminemos por los mismos parajes, no vemos las mismas cosas que él. Su atención se fija en cada detalle que aparece en el entorno, muchos de los cuales pasan desapercibidos para el resto de las personas. Con su mirada y su imaginación envuelve cuanto se hace presente en su universo vital y lo embellece, lo nutre con una savia nueva, dotando a los objetos y a las personas de una existencia reparadora. Hasta tal punto se unen vida y poesía en José Luis Puerto, que no podemos concebir la una sin la otra, de modo que incluso cuando escribe prosa o habla en voz alta está poetizando. Como muestra, basta con acercarse a libros como “Las cordilleras del alma”, “La madre de los aires”, “El animal del tiempo”, “La casa del alma” o su reciente publicación “Cristal de roca”.
En “Cristal de roca”, Puerto regresa nuevamente a ese territorio sagrado y mítico de la niñez del que se resiste a salir, al que él denomina «jardín» y que convierte en su paraíso terrenal. Es el tiempo en que el poeta forjó su espíritu y nutrió su alma, rodeado de una pobreza que era endémica, lo cual no le impidió gozar de cada instante de su existencia en la mítica Alfranca —nombre que otorga a su Alberca natal—. José Luis Puerto no puede evitar volver al territorio de sus orígenes, de donde se siente espiritualmente exiliado, y traer a la memoria instantes de su vida personal que alimentan sus vivencias más íntimas y rellenan, de alguna forma, esos vacíos que el exilio interior y físico de la vida adulta ha ido abriendo en su corazón. Movido por la nostalgia, llama una y otra vez a la puerta de ese jardín infantil que alguien cerró “a cal y canto”, en algún momento de su biografía, y mantiene la esperanza de que, de nuevo, «vuelvan los caballos del tiempo a mi memoria» porque las puertas de su pecho permanecen aún abiertas. Como él mismo afirma, su poética «recurre a la niñez y al territorio del origen para buscar sus fuentes, para buscar señales que revelen nuestro sentido y nuestro modo de estar en el mundo». Podríamos decir que todos sus libros son una escritura feliz de la memoria. Usando la terminología del filósofo Eugenio Trías, con quien comparte una cosmovisión parecida, diríamos que el territorio, el universo natural y humano que habita José Luis Puerto está dotado de connotaciones misteriosas y sagradas, es un «templo cósmico».
Aunque, por edad, no fuera totalmente consciente del significado de la precariedad que experimentara mientras gozó de su estancia en su «jardín edénico», esta vivencia intrahistórica dejó una huella indeleble en el alma del poeta, manifestada luego en el interés y la preocupación constante por las cosas pequeñas y las personas humildes y desvalidas, en su mayoría socialmente invisibles, que suelen pasar olvidadas a lo largo de la vida, recordadas y acompañadas solo por el sufrimiento. El descubrimiento de estas personas y situaciones es considerado, por él, como una donación misteriosa de la vida y, por tanto, la mejor respuesta a esta donación se halla en una entrega totalmente desinteresada. Para Puerto, esa etapa vital y mítica de su niñez «es el tiempo de la gracia» al que, de algún modo, se retrotrae en sus escritos en verso o en prosa, como sucede en “Cristal de roca”, donde nos habla de un antiguo crucifijo con el rostro cubierto por una concha, de un cuenco de aluminio, de los mirlos, de su madre encendiendo la lumbre cada mañana, de un lagarto verde, de la morera, de las nogales, de las cajas de brasas en la escuela, de la moza sentada en un banco y que nadie sacaba a bailar… En este libro José Luis Puerto vuelve a colocar al lector frente a detalles, «señales», que inducen a un examen de conciencia y una reflexión sobre lo prioritario y verdaderamente humano que debería ocupar nuestro existir de cada día. En “Cristal de roca” el autor nos habla de esos territorios que componen la parte más desapercibida de la sociedad y que él desea transformar en el foco de las miradas. Con esa esperanza, continúa descendiendo en su peregrinaje particular «para tratar de encontrar lo más humilde, lo más desatendido, aquello en lo que casi nadie repara, de lo que casi nadie se ocupa». Se trata, pues, de una memoria que busca su fuente en el mundo rural y campesino de las gentes pobres y humildes, pero de una generosidad absoluta porque dan todo lo que tienen y se entregan tal cual son. En su libro “De la intemperie”, critica abiertamente a quienes no saben apreciar esta gracia cósmica y, cegados por la riqueza y el poder, dificultan la obra de la divinidad:
¿Y los pobres?
De ellos es el reverso
Y también la derrota
De lo que sois.
Pero nunca el fracaso,
Que sólo es vuestro,
Pues negáis
Con vuestra mezquindad,
Con vuestra cobardía,
Con vuestro poder,
Con vuestras riquezas
Y con todo eso que llamáis valores
El territorio y
Las sílabas de Dios
Por otro lado, para satisfacción y disfrute de todos, José Luis Puerto escribe con un estilo pausado, amable, cercano, asequible y poético, de manera que el mundo de lo sagrado y del mito que envuelve toda su experiencia pueda alcanzar la mente y el corazón de cualquier lector sensible, abierto a la gracia de la vida.
Eduardo Sánchez Fernández
(Catedrático jubilado)