Allí fuera, a lo lejos, siempre hay ruido.
Ruido de las mentes que fabulan, de los piratas que confabulan, de los responsables que dormitan, de los que nacen o se vuelven intransigentes, de quienes no miran por la gente o la ven como pura mercancía, donde cada persona es sólo un voto, o un número, o una posibilidad de negocio, donde ante las cámaras se ensayan los adornos, y las caras se vuelven inexpresivas para parecerse a esto y lo otro, para vender tan solo el humo que nos ciegue.
Humo, humo.
Humo sonoro que nos confunda y nos altere, humo que nos llene los ojos de objetos innecesarios, ruido que nos atiborre la mente de ruido, mentira, inventos, fábulas de corsarios, menudos elementos, ruido y humo, humo y ruido para llenar de vacío los calendarios.
Humo, ruido, es la envoltura con la que se venden los caramelos que no existen, las zanahorias que pretenden ponernos delante de lo que nunca llega, promesas incumplidas, excusas, pretextos, banalidades, proyectos que no se cumplen, arreglos que no se hacen, abajo y arriba, siempre ruido y humo, humo y ruido.
Y allí, en ese otro lugar donde aún la paz habita, en el que el alma todavía levita, están las piedras que nos cuentan, el libro que nos dice, la imagen que embriaga, la música que embelesa, el placer de la charla, el compartir los encuentros.
La vida se despliega con la calma que merece, aderezada por la belleza de la poesía, por la trama de la novela, por la reflexión a la que nos llevan las palabras, el mensaje sonoro que nos riega, la postura de baile que se perfecciona, el salto que se ensaya, la voz que se calienta para lograr el tono elegido, la lección que se aprende, el detalle que se saborea, los ojos que nos miran, las manos que nos tocan, los abrazos que nos aprietan, las miradas que nos abrazan, la miríada de estrellas que, desde el cielo, nos acompañan…
Allí el mar, el paisaje, los montes, las silvestres hierbas agradecidas, la sonata del firmamento con sus nubes blancas, los dedos que se deslizan sobre el piano para sembrarnos el alma de colorido…
Qué sería de nosotros sin la naturaleza que se ha ido haciendo a fuego lento, con sabiduría de segundero. O sin el mundo del arte, que es como el cielo que nos cobija. Sin el colchón de la literatura sobre el que dormitar grandes sueños, sin la emoción de un poema que nos contagie desazón o bienestar, sin los acordes de la música que nos despierte o nos adormezca, que nos cuente susurradas historias al oído; sin la voz de la ópera y sus libretos, sin la profunda emoción del teatro… Imposible imaginar un mundo sin los colores de los lienzos, sin sus formas elegantes, maravilloso universo en dos dimensiones dentro un marco sin límites, que disfrutamos sin normas, sin existir tiempo ni espacio, pintura, ante la que nos abrimos como un arco iris a emociones que nos traspasan…
Afortunadamente, existe la Naturaleza, con sus letras coloridas esparcidas por los campos: a de roja amapola, e de dorada espiga, eme de verde montaña, ele de lago de plata… Por suerte, también nos crece dentro la Cultura, con sus flores nacidas tras larga cosecha: la roja pincelada deslizada sobre el fondo blanco, la voz aterciopelada y potente de un tenor, la vibración de la nota robada a un violín, la delicada mano con la que acaba una postura en el ballet, el blanco y el negro de un rostro captado por una fotografía, los sonidos posados en los besos hechos poesía, perfecto compás de un latido… Todo aquello que nos ofrece los manjares con los que alimentar nuestras almas, que dejan de estar constantemente bombardeadas con tanto ruido y, por fin, vuelan… Libres…
Mercedes Sánchez
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