No conozco la vida de Conrado, ese maletilla eterno, huérfano de toda maldad, un tipo de fibroso esqueleto siempre, abanderado del romanticismo embriagador que provocó el anónimo soñador de la gloria taurina. Acuérdense de la copla…”era muy pobre en la vida, tan pobre que nada era…”. Conrado, el maletilla de los inviernos mirobrigenses y las corroblas empalizadas con que entienden la fiestas rurales con cornudos en los primeros pueblos pasando la raya España-Portugal; el Conrado que con más de ochenta años se dejaba fotografiar hatillo al hombro carretera adelante, tal que si volviéramos al blanco y negro de aquella legendaria peli “Aprendiendo a morir”, que relataba la miserable primera vida del Benítez. El Conrado del Carnaval, ése que mejor volaba la muletilla medio arrodillado por las cornamentas endiabladas de los cuatreños de las capeas carnavalescas de febrero.
Bueno, pues ese Conrado, que personificaba la leyenda del sintecho taurino en busca del éxito y el dinero por el camino de la vida jugada a sangre y fuego ante los toros, ése Conrado se fue el otro día solo de este mundo tras haber dejado tras sí una iglesia fantasmagórica de adeptos que se fueron también con él al espacio insondable y oscuro de la memoria.
Conrado fue el último mohicano, el último protagonista de una fábula que hizo del toreo un sendero de fatalismos y héroes ajenos al paso del tiempo.
Toño Blázquez