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Un repaso
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Un repaso

Actualizado 09/11/2024 08:57
Juan Ángel Torres Rechy

En este momento, por razones de tiempo, o de espacio, no mencionaremos a Cervantes, ni a Rulfo, ni a Macedonio Fernández, cuya obra mayor consistió en esconder su literatura.

La literatura carecía de la condición que la impregna hoy en día, apreciada desde la ladera este. Esa carencia del pasado, ese silencio, que solo hemos cubierto de sentido en días recientes, equivalía, en términos concretos, a una lectura atormentada del Werther, de Goethe, que nos hacía sufrir con un amor que en nada se parecía al nuestro, pero que no por ello no dejaba de reflejar el ala de un vuelo que añorábamos. Ese Werther, en aquel tiempo, lo llevábamos bajo el brazo. Lo anotábamos. Nos quedábamos pensando, con la mirada extraviada en el afuera y el adentro, cómo podíamos apuntar lo que ignorábamos.

Muy pronto cayó en nuestras manos el volumen de un autor ruso, cuyo semblante en la portada, esculpido por la piedra del subsuelo, cuya gabardina verde, cansada y severa, cautivó nuestra imaginación, Fiódor Dostoyevski. A él lo leímos a escondidas. Nos retirábamos a la parte trasera de la Facultad de Humanidades, de la Universidad Veracruzana, para que nadie supiera qué estábamos leyendo. Consumíamos sus páginas con un fervor casi adolescente. Algunas frases las recogimos en un cuaderno y las memorizamos por la noche, como si estudiáramos una obra de teatro.

Años más tarde, la gente pensaría que tenía buena memoria, pero nada más alejado de la realidad: esa memoria, en verdad, solo la utilizaba para fines prácticos: en las reuniones entre amigos, sin que ellos lo advirtieran, soltaba las frases memorizadas. Veía qué me respondían ellos. Para todo lo demás, para las cosas que sí importan, nunca gocé de la memoria atribuida a los personajes del cuento «Funes el memorioso», de Jorge Luis Borges. Para muestra, un botón, no recuerdo las fechas de los cumpleaños de mis amistades, ni los nombres de las calles de China, tampoco recuerdo mi número de teléfono, a veces.

El I Ching —y esto sí es cierto—, lo consumí del mismo modo que en México consumimos la Coca-Cola. Me lo eché de un trago. Más tarde, en lugares pintorescos de ciudades tanto asiáticas, como latinoamericanas, vería, en otro orden de ideas, pero en relación con lo anterior, a personas capaces de apurar no una Coca-Cola, sino una cerveza, de medio litro o más, de un trago. Existe una técnica. El profesional empina la botella y ladea la cabeza. Mediante un sistema del labio inferior vuelto un pozo, suelta el contenido en una trayectoria al vacío, que funciona gracias a otro mecanismo adicional, que facilita la entrada del oxígeno a los pulmones. Esto se hace con los ojos entornados. Así leí el I Ching, echado los hexagramas adentro como si fueran palomitas.

Un tiempo, yo no sé por qué, me dio por la natación. Aprendí a nadar. La mariposa era el estilo más difícil. En una alberca (yo sé que para ustedes, lectores españoles, alberca no es alberca, sino piscina), en una piscina de Puebla, México, olímpica, de cincuenta metros, vi a chavales de 11 o 12 años sufrir con los 200 m mariposa. En el medio del camino de la prueba, pasados los 100 m, los brazos resultaban incapaces de elevarse, por encima de la superficie del agua. La boca jalaba la respiración alzándose de abajo arriba. Los goggles se habían llenado de agua. La gente, desde fuera, ejercía más presión. La gorra, hacia los 150 m, la llevaban los nadadores a la altura de la nuca, sostenida por la liga de los goggles.

Otro día, en una competencia diferente, nadé el 50 m libres. En ese entonces —hablamos del siglo pasado, y lo hacemos en el español de México—, no existían los toques electrónicos (o sí, pero en eventos regionales, nacionales, internacionales). En esa competencia no había toques electrónicos. El equipo anfitrión, para resolver la logística de la falta de personas que cronometraran las pruebas, capacitó a los padres de familia con un curso de dos minutos, donde les decían mira, con este botón echas a andar el cronómetro y con este mismo botón lo paras. Con este otro borras el tiempo. Este es tu carril. Yo nadé el 50 m libres como no lo había hecho nunca. Aguanté la respiración casi toda la prueba. Escuchaba los gritos de las gradas. Llevaba una gorra nueva, que me quedaba muy bien. Si conseguía una buena marca, además, en la tarde me esperaría una hamburguesa de McDonald’s. Pero cuando toqué y miré al cronometrista, que yo no sabía que era un padre de familia del equipo contrario, noté su expresión de espanto, de sorpresa, de angustia. Seguía presionando los botones en frente de mis ojos. Volteaba a ver a los demás padres de familia. No me decía mi tiempo. Cuando finalmente alcanzó a hablar, me dijo una marca que nunca pude comprender.

Esa suma de experiencias me llevó a reflexionar y meditar en unas cosas que años más tarde leería en textos orientales, sobre el sufrimiento y las causas de ese sufrimiento. Yo seguía leyendo mi literatura romántica. Más tarde me inicié en el Fausto, del mismo autor del Werther, Goethe. Leí el Doctor Fausto, de Christopher Marlowe. Vi la película Mephisto, con base en la novela de Klaus Mann, el hijo del autor de La Montaña Mágica. Pero lo hice de una manera distinta. Quizá el ejemplo más notorio de ese cambio fue mi lectura de la Vida nueva, del Dante. A diferencia del Werther, con el autor florentino guardé una distancia. Recogí mis lágrimas dentro de las cuencas de los ojos. Reprimí mis suspiros; o los solté, pero sin que el libro me viera. Cuando leí El primer amor, de Iván Turguéniev, reconocí algo más ajustado a la realidad. Con Eugenio Oneguin, de Alexander Pushkin, no supe qué conservar. La leyenda del santo bebedor, de Joseph Roth, consiguió conmoverme de nuevo. Con Flaubert y Stendhal miré que los grandes autores se ríen de sus personajes, debido al amor que abrigan hacia ellos, mayor, incluso, que el amor a sí mismos (Whitman incluido). En este momento, por razones de tiempo, o de espacio, no mencionaremos a Cervantes, ni a Rulfo, ni a Macedonio Fernández, cuya obra mayor consistió en esconder su literatura.

Hablando de maestros (de maestros), nos permitiremos un plagio a nosotros mismos. Copiaremos y pegaremos lo que escribimos ayer, cuando redactábamos el borrador de la columna, que quedará almacenado en un ordenador (no sé si) para las generaciones venideras. «Del mismo modo que un día escuché al académico de la Real Academia Española, Pedro Cátedra, decir que Enrique de Villena había sido el maestro del resto; así como también escuché decir al traductor de Aristóteles al español, Salvador Rus Rufino, que Fernando el Católico había sido en verdad el artífice del siglo XV-XVI hispánico; yo ahora, con mi pluma bic como micrófono, en una calle asiática, escondida entre otras calles más, entono en sol menor: Sor Juana Inés de la Cruz, con una mano atrás y los ojos cerrados, en un solo pie, tuvo para dar y repartir en Latinoamérica y España.»

Toda esa literatura que ingerimos en los tiempos sin teléfonos inteligentes, continúa inerte como antes. No se desprende, como un holograma, de las páginas. No nos empuja a adoptar perspectivas diferentes, ni del entorno ni de nosotros mismos. No nos sucede, como sí le pasó a él, lo referido por Borges, con su cuento «Borges y yo», o a Rimbaud, cuando dijo que él era otro, o a Pessoa, a quien en realidad no hemos leído: no vemos una dimensión ontológica abierta a una pluralidad de existencias, agrupadas bajo el paraguas de un solo nombre. A nosotros no nos ha pasado nada de lo experimentado, en otros términos, por el filósofo español Manuel García Morente, en su exilio en París. Tampoco creemos en la bibliomancia o las suertes virgilianas. Seguimos siendo un Azul casi transparente, de Ryu Murakami y Rubén Darío. Pero al mismo tiempo, sin escuchar las voces de los libros, ni ver el rostro de los medallones de sus personajes, nuestro siglo corriente se encuentra irrigado por una música letrada que lo encanta.

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