En septiembre del 2021 entró en erupción el volcán Cumbre Vieja en La Palma, llevándose por delante hectáreas de plantaciones de plátanos y cientos de casas. Cuando la prensa se desplegaba buscando el testimonio de los lugareños, había rabia, tristeza y desesperación por la lentitud de las labores de ayuda y rescate, lo normal y humanamente lógico; pero hubo una señora mayor (muy mayor) vestida de negro a la puerta de su casa, que a las preguntas del reportero televisivo contestó con una frase para la historia: “esto lo arreglarán, lo malo es que no se puedan llevar el volcán a otra parte”.
No se pudieron llevar de allí el volcán como no se pueden desviar los huracanes, ni decirle a la tierra cuando puede temblar o no, ni a los ríos por donde tienen que pasar porque haciendo uso de la frase hecha, las aguas siempre vuelven a su cauce y, muchas veces, enrabietadas. Al pobre globo terráqueo podemos escarbarle las entrañas, derretirle los casquetes polares, llenar su cielo de aviones que agujerean su capa de ozono, echarle petróleo en sus mares y envolverlo en plástico entre otras muchas maldades pero al final, cuando la tierra se enfada, la peor parte nos la llevamos nosotros; parece que aún no nos ha quedado claro. La naturaleza nos gobierna y es muy suya, todavía no entiendo cómo pretendemos las pobres hormigas humanas hacerle frente a ese gigante que no tiene ni siquiera que molestarse en pisotearnos: le basta con descargar la furia de sus elementos contra nosotros sin importarle si somos blancos, negros, católicos, anabaptistas, de buena familia o de país pobre. Podemos acabar con el lobo, el rinoceronte y el buitre leonado, pero ya se encargará la naturaleza de vengarse de nosotros y de nuestras fechorías de alguna manera; la verdad, me cuesta entender como le tenemos tanto miedo al mas allá, cuando el más acá es el que nos da sustos diarios y de los gordos.
Cuando estas líneas vean la luz, ya se habrá dicho todo lo que se puede decir y opinar sobre la pobre Valencia y su circunstancia; porque de la misma manera que fuimos un país de virólogos, ahora somos un país lleno de ingenieros de caminos y expertos en gestión de crisis y catástrofes, aunque también esto pasará. Cuando se hayan llorado todas las lágrimas, enterrado dignamente a los muertos, se haya retirado todo el barro de las casas, las montañas de chatarra y escombros mezcladas con pedazos de muebles, libros mojados y fotografías familiares empapadas; cuando se achique todo el agua de los sótanos y se marche el ejército (que este sí ha sido ejército de salvación), la televisión y sus estrellas se cansen de pisar los charcos y le hayan limpiado los impermeables a los reyes; cuando en las redes sociales la gente deje de publicar las listas de los lugares en donde hay que ir a depositar agua, víveres y demás enseres y volvamos a los consejos de nutrición y viajes; cuando todo eso suceda, lo malo, como decía la señora de La Palma, es que el barranco seguirá estando ahí, lleno de construcciones por doquier. Y cuando vuelva el otoño, el Mediterráneo recalentado evaporará miles de litros de agua que formarán otra nube enojada que descargará sobre otro barranco edificado. Y ya es lástima, pero ni con la inteligencia artificial hemos inventado cómo llevarnos las nubes a otra parte, así que no nos va a quedar más remedio que evitar repetir errores, ardua tarea.
Concha Torres
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