Finales de octubre. Viajamos a Ávila, en un día otoñal marcado por las nubes. Hemos sido invitados, por la Universidad de la Mística, en la Casa de la Poesía, a realizar una lectura de poemas y a presentar nuestro último poemario Ritual de la inocencia.
Como el acto se realiza al atardecer, aprovechamos las horas previas para volver a visitar los enclaves amados de Ávila. La sobrecogedora iglesia de San Vicente, con esa Anunciación en su portada; así como la puerta homónima de sus murallas. La plaza de Santa Teresa, con la iglesia románica de San Pedro, cerrando uno de sus flancos, el que mira a la muralla. La catedral. La plaza mayor, con los puestecillos de flores, en esta ocasión, para los cementerios, al estar en días previos del de los difuntos…
Ávila. Qué experiencia tan decisiva visitarla siempre. Y así nos ha ocurrido de nuevo esta tarde de otoño, con esas luces otoñales marcadas por todas las gamas de los grises, en unos cielos como habitados por ángeles invisibles, volviéndolo todo misterioso y alado.
Pero Ávila vive en nosotros de otros modos. A través de la palabra, que nos ha ido acompañando a lo largo de nuestra vida. En aquellas líneas de Miguel de Unamuno, que leyéramos de muchacho y que nos hicieran temblar (“Para el que busca sensaciones profundas…”). En La sombra del ciprés es alargada, de Miguel Delibes, esa novela de iniciación, que se inicia en Ávila y que toma el pulso de la vida de esa Ávila que nunca ha dejado de vivir ensimismada en su intrahistoria. En ese poema inicial de Dibujo de la muerte, de Guillermo Carnero, que evoca de un modo tan distintos sus murallas…
Ávila de la palabra. Y de esos silencios metafísicos que nos llevan hasta Juan de Yepes y Teresa de Cepeda, esto es, hasta San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús. Un decir metafísico el de ambos, porque, para llegar hasta él, se requiere haber vivido una aventura espiritual, a través de todas sus vías (purgativa, iluminativa y unitiva), en las que el ser se purifica y se convierte en transparencia.
Ávila de la palabra. La poeta y animadora de la Casa de la Poesía María Ángeles Álvarez nos presenta. Y hablamos y leemos. Ante una concurrida sala de gentes atentas. El carmelita, de origen polaco, Jurek, alma de tal institución, se encuentra presente. Como también personas de países hispanoamericanos y de otros países. (Surge, de hecho, en el diálogo final, la figura del entrañable poeta mexicano Jaime Sabines).
La poesía, sí, como proclamara Octavio Paz y otros teóricos de la poesía, es pervivencia en el ser humano de antiguos lenguajes sagrados. Pervive lo sagrado en nuestra especie. Como iluminación. Para que no nos desorientemos en la noche del mundo. Como partícula de ese algo divino que nos constituye.
Ávila de la palabra. Ávila del silencio. Ávila siempre metafísica. Elevada a los cielos como sobre una patena sostenida por unas manos invisibles. Y ofrecida a esa divinidad de la que tan poco sabemos.
Y, en Ávila, tratamos de pronunciar una palabra que tiene que ver, sí, con la belleza, pero también con la dignidad de todos y con la fraternidad entre todos.
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