Que el gobierno de uno de los llamados pueblos hermanos haya agraviado a nuestro rey por desoír una capciosa petición demuestra, más que nada, que la Historia, lejos de respetarse como una disciplina sometida a criterios profesionales y puesta al servicio del conocimiento y el avance de la sociedad, es utilizada como discurso que agite visceralidades y excite a esa parte de las masas que, si no mayoritaria, sí resulta a menudo decisiva en el reparto del pastel político.
Cuando hace casi dos décadas pasé un mes inolvidable integrado como estudiante de Medicina en el Hospital Universitario de Monterrey, recuerdo haber visitado con gusto el Museo de Historia, donde me aproximé a lo que se presentaba no como una conquista por la que España debiera pedir un anacrónico perdón sino como el surgimiento de un mestizaje enriquecedor para Méjico. Compartir conversaciones con estudiantes locales y patear, mochila en ristre, lugares como Guanajuato, Querétaro, la capital, el santuario de Guadalupe… me unió para siempre a una nación inmensa, apasionante, verdaderamente hermana.
Por muchas absurdas misivas que escriban a nuestros reyes, ni este de 2024 ni ningún 12 de octubre deberíamos pedir perdón por la Salamanca de Venezuela, en Isla Margarita, fundada en 1790 por salmantinos españoles cerca del cerro de Matasiete, campo de batalla pocos años más tarde durante sus guerras de emancipación. Tampoco vendría a cuento disculparnos por la Salamanca de Colombia, una isla formada por el Mar Caribe, el Río Magdalena y la Ciénaga Grande de Santa Marta. Del pueblo colombiano de Salamanca marcharon hasta Panamá, y allí también surgió una nueva Salamanca, corregimiento en el distrito y provincia de Colón.
Ni a los AMLO de ayer, ni a las Sheinbaum de hoy, ni a sus sucesores de mañana, hay que implorar piedad por las Salamanca mejicanas en los estados de Durango, Quintana Roo y Guanajuato. Con esta última, la más notable, nos hermanamos en 1981. Nació como villa bajo el virreinato de Gaspar de Zúñiga y Acevedo, quinto conde de Monterrey, el 16 de agosto de 1602, y en 1895 le fue otorgado el título de ciudad. Aquel ascenso obligó a los salmantinos a dotarse de un escudo de armas del que carecían. Estuvieron muy lúcidos, pues en uno de sus cuarteles todavía hoy pueden verse cruzadas una flecha y una espada, que significan la unión de dos culturas, la española y la indígena, que un día, hace hoy quinientos treinta y dos años, se encontraron. En el encuentro ha habido lucha, claro, pero han predominado la mezcla, el entendimiento, la fe.
Por eso cada 12 de octubre la Fiesta Nacional de España no termina en las columnas de Hércules sino que se extiende en abrazo hacia los pueblos hermanos. Plvs Vltra.
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