La Iglesia que me gustaría debería distinguirse por su verdadera condición evangélica, su visible carácter igualitario entre hombres y mujeres y su estructura ministerial no clerical. Esta Iglesia recuperaría sus fundamentos volviendo al mensaje básico de Jesús.
MERCEDES NAVARRO
La falta de reconocimiento de derechos de las mujeres es simple y llanamente un sistema de opresión institucionalizado.
SOLEDAD GALLEGO.
Se preguntaba Mario Benedetti en uno de sus poemas: Si Dios fuera mujer es posible que agnósticos y ateos no dijéramos no con la cabeza y dijéramos sí con las entrañas. A lo largo de la historia se ha abusado de una visión demasiado patriarcal de Dios. Muchas mujeres dentro y fuera de la iglesia están denunciando una relación entre esa realidad y las posiciones machistas sobre el poder, en la Iglesia y en la sociedad. Dios es mujer y negra, es una idea de los movimientos feministas para poner de relieve que el Dios cristiano se identifica con lo más pequeño, despreciado y apartado de los cánones más ortodoxos de la religiosidad. Es la “kénosis” de Dios, haciéndose esclavo y muriendo por nosotros, en el grito de los pobres y de las mujeres.
La imagen que Dios es mujer hay que relacionarla con la imagen de la mujer, desplazada y sometida de todo tipo de libertades y autonomía. En la sociedad hay ido ganando en dignidad e igualdad en un mundo desigual, pero no en la Iglesia, que sigue anclada en otros tiempos, como si el Concilio Vaticano II, hubiera pasado de puntillas: “La mujer, allí donde todavía no lo ha logrado, reclama la igualdad de derecho y de hecho con el hombre” (GS9). Ahí está el sínodo y nada, la Asamblea Diocesana de Salamanca y nada, “La semana de pastoral” y el tema de la mujer no está en las prioridades de nuestra Diócesis, la misma frustración de muchas mujeres apartadas de los puestos de decisión y condenadas a ser meros floreros en alguna delegación o bien relegadas a papeles consultivos en una iglesia “patriarcal y machista”.
Dios excede a Dios, una afirmación del pensamiento que afirma que un Dios que no excede nuestras proyecciones de Él, no es Dios. Los nombres se pueden convertir en prisiones de Dios. Posiblemente una imagen equivalente de Dios mujer y hombre puede al final hacer más justicia a la dignidad de las mujeres y a la verdad del misterio divino. Una Iglesia que se proclama en salida, es también incluir la feminidad en la definición de Dios, una visión inclusiva que puede abrir nuevos horizontes de liberación y renovación.
Esta igualdad está pendiente en la Iglesia, donde la situación de la mujer está discriminada y silenciada en tareas, carismas y funciones. La mayor parte de los cristianos practicantes son mujeres, posiblemente ha sido una constante a lo largo de la historia, pero en el orden eclesial no tienen la misma la responsabilidad y participación que otros creyentes varones. Una realidad aceptada como natural en ciertos sectores de la Iglesia, como en ciertos ambientes jerárquicos y tradicionalistas y también por numerosos fieles con una formación débil o infantil en la fe. Y si reivindica su igualdad, el dedo inquisidor y prepotente, la reduce a mera ideología, algo muy extendido en los sectores eclesiásticos. Hoy es un buen momento para recordar esta situación, al comienzo del curso en la Diócesis y en muchas parroquias, donde la mayoría de las personas que sostienen la vida parroquial y transmiten la fe en las familias son las mujeres.
¿De qué sirve una religiosidad que no sea liberadora? Si no hay justicia, igualdad y liberación, son unas hermosas cadenas que esclavizan al individuo y ayudan a las clases de poder a justificar un orden social injusto y opresor. Colectivos cristianos de mujeres, vienen reclamando sin gran eco en la Iglesia, una igualdad efectiva de hombres y mujeres, no sólo en los lugares de decisión, también en los ministerios. Se quejan, con razón, no solo de un excesivo clericalismo, sobre todo que las mujeres colaboran en muchísimas tareas, pero que los cargos importantes y de dirección son masculinos. Pocas mujeres se ven en ellos, sería una realidad hermosa y muy cristiana, más allá de poner flores en el altar, ayudar en la catequesis o Cáritas, de una aportación más sacramental desde su feminidad.
Después del Sínodo existe un gran peligro de que la Iglesia vuelva a estar especialmente preocupada por sí misma, sobre todo después del escandaloso y horrible capítulo de los abusos. Para escuchar a las mujeres, los representantes de la Iglesia deberían salir de la seguridad de las sacristías, a la inseguridad de las periferias de la igualdad. Si realmente es una Iglesia sinodal y de Jesús, la “justicia de género” debe llegar ahora también a nuestra iglesia y no excluirlas de la gracia de la ordenación. El creyente que vive en verdad debe desplegar un grito desde la humanidad de Dios, un Dios con nosotros, que no quiere ser sin aquellos que sufren injusticias y desigualdades. Frente a la ceguera de muchos, visibilizamos y apoyamos a tantas mujeres silenciadas, apartadas que buscan una igualdad efectiva y digna
Se hace necesario abrir los ojos a esa realidad que estamos viviendo, sabiendo que la última dimensión de lo real está habitada por Dios. Sin olvidar que en muchos espacios de nuestra iglesia hay una comprensión patriarcal de la autoridad, lo que impide una adecuada práctica ministerial. Las relaciones de autoridad que se han desarrollado a lo largo de la historia han sido de una autoridad impuesta y no compartida. Es cierto que cualquier grupo social necesita líderes, pero ese liderazgo no es lo mismo hacerlo sobre el servicio con humildad, que con prepotencia y poder.
Hoy más que nunca, buscamos líderes que estén contacto continuo con las periferias sufrientes, con la sociedad, que su lugar de actuación sea la plaza pública, la ciudad secular. Que no espere que el creyente acuda a los lugares sagrados, porque sagrado es el mundo. Líderes que no se recluyan en el templo o en la iglesia, al calor de las faldillas de sus liturgias y rezos y, que salgan al mundo que les rodea. Ningún lugar o ningún colectivo, les debe ser indiferente, ya que nada es indiferente para Dios. Para ello, debe buscar los caminos de una palabra transformadora, denunciando las injusticias y las desigualdades, sus causas, y anunciando la liberación de Dios. El creyente que vive en verdad debe desplegar un grito desde la humanidad de Dios, un Dios con nosotros, que no quiere ser en las desigualdades, sino en el amor y justicia.
Queremos de corazón que en nuestra Iglesia, pueda ampliar los espacios para una presencia femenina más real y efectiva en un plano de igualdad con los hombres. Pero no se ve por ningún lado. Es necesario que en el corazón de la vida eclesial la mujer se haga presente en un ministerio más activo, incluido el sacramental. Pero también, en los lugares donde se toman las decisiones importantes. Más allá de las grandes palabras y de cualquier proclamación de principios sobre la igualdad, que son insuficientes para responder a la sensibilidad práctica de la igualdad de la mujer en la Iglesia, se hace necesario una igualdad práctica. Poque mucho hablar y poco hacer, comenzando por el Papa y los obispos. No solo predicar, para no perder credibilidad, también practicar la igualdad. Una Iglesia que no despliegue la libertad y la igualdad, no tiene nada que decir al mundo.
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