¿Quién puede abrir un libro y leerlo de principio a fin, sin sentir el deseo de compartir su lectura con alguien más?
Pórtico 1
Antes de comenzar por el principio, borraré lo que había escrito de un pueblo mágico de Puebla, México: Cuetzalan del Progreso, que se aleja de la materia central de la columna. No mencionaré sus características apreciadas en una visita reciente, con un grupo de amistades a quienes tengo en especial ponderación de afecto. Nada más dejaré la fotografía de arriba, que parece comunicarnos, por medio de sus nubes increadas, un poder ajeno a las fuerzas humanas, caracterizado por el capricho y la pulcritud. Tampoco hablaré, en otro orden de cosas, de la limpia que me hicieron en un consultorio de medicina tradicional indígena, que encontré por ahí. Me atendré tan solo a discurrir por el cauce del tema anunciado en el título de la publicación: “Apología de la lectura en voz alta”. Zanjaré con el silencio lo que pude haber mal anotado sobre un calate y un vino compartido con mis amigos, en una cantina con vista a la céntrica parroquia de San Francisco de Asís, en ese pueblo recogido en un misterio difuso.
Todavía como pórtico al meollo del asunto, diré unas palabras previas más, en el espíritu letraherido de una confesión al modo de los grandes autores de la literatura universal, en este caso de un modo rústico e inculto, áspero: presento ante ustedes una carta de renuncia. Con ella, me alejo de todas las cosas sin corazón. Sacudo el polvo de las plantas de mis pies callosos y giro sobre los talones, al sendero donde el sol resplandece con una claridad no usada en la esclavitud. Abro mis brazos a los pobres del mundo, a los oprimidos, iguales en su condición vulnerable a la mía, sin un recaudo sujeto a un número. La biblioteca de mis libros no usados tiempo atrás la pongo al servicio de quienes quieran leer para mí algunas páginas.
Pórtico 2
El mundo está al revés, en el sentido de consistir no es lo que parece, sino en lo contrario. Ha quedado como luce ante los ojos por un hecho fortuito, carente de explicación científica en estos renglones. La inversión, podríamos decir, consiste en cosas como estas: en un buscar común (generalizado), cuando en realidad se debería ofrecer; y en un ofrecer que desconoce todo tipo de búsqueda, encarnado por las personas que de manera discreta y no anunciada han encontrado un sentido del ser ajeno al consumo y el recelo. La búsqueda para uno mismo, del tipo que sea, tiende al infinito de la literatura argentina; en tanto que el ofrecimiento para el otro, no para uno, se desborda de manera innumerable desde unas fuentes no sabidas, descritas por la literatura castellana del Quinientos. Esto último ocurre de manera lenta, modulada. Nace desde cero, a la velocidad de lo llamado por Nietzsche en su prólogo a Aurora lentitud. Uno se aleja cuando se acerca, mientras que se acerca de manera inversamente proporcional a la distancia guardada en la lejanía.
Pórtico 3
La unión hace la fuerza, todos lo hemos escuchado decir. Para que la unión resulte posible, se echa en falta que todas las partes cedan entre sí, de manera mutua. Bajo una imagen diferente, podemos referir algo similar: la pérdida en pos del bien ajeno granjea eventualmente un bien imposible de conseguir sin la otra parte. Este último punto, en algo coincide con lo anotado antes: a veces se pierde ganando, y viceversa. O en ocasiones no se debe empujar sino jalar. A esto nos referimos con el mundo al revés. La claridad nos llega del espacio abierto para los demás, en condiciones de proporcionar un espacio para el movimiento.
La poesía radica en esta bendición. Retira las monedas propias del alcance de los ricos, y las suelta en las palmas de los ciegos y tullidos. El agua que bebe no la recoge del lugar adonde va a parar el petróleo y el plástico, sino del manantial que brota en la arena, con una gracia y discreción implagiables. Pero la poesía, lamentablemente, está destinada a perderse en el silencio del bullicio del mundo, para sonar solo con su música intacta en la devición piadosa de la gente sin un destino fijo en ninguna estrella.
Apología de la lectura en voz alta
¿Quién puede abrir un libro y leerlo de principio a fin, sin sentir el deseo de compartir su lectura con alguien más? Las letras no están ordenadas una detrás de otra para ser leídas en un sentido lineal en el silencio. La lógica del sentido de la visión se equivoca en esto. Las letras, y con ellas las sílabas, nunca han hecho otra cosa más que referir el paso de un numen, por donde no se encontrará nunca más. Ese espíritu, o esa ninfa, en términos de Aby Warburg, solo pasa una vez por donde nunca volverá a estar. El encanto de la imagen de la mancha de tinta de la página se activa cuando alguien más lo encarna con su lectura para nosotros. El ofertorio de la literatura encuentra su consagración mediante el oficiante que escancia con su voz el rito letraherido.
En el vacío del alma que no sabe de dónde viene ni adónde va requerimos la presencia de las gotas del lenguaje, caídas con su fuerza de gravedad en el plas de la escucha interior. Estamos hechos para esa capacidad de apertura. El otro, como lo refiere Antonio Machado en la cita de Octavio Paz en la antesala de El laberinto de la soledad, completa con su lógica sintáctica lo anunciado hasta ahora por medio de balbuceos: “Lo otro no existe: tal es la fe racional, la incurable creencia de la razón humana. Identidad = realidad, como si, a fin de cuentas, todo hubiera de ser, absoluta y necesariamente, uno y lo mismo. Pero lo otro no se deja eliminar; subsiste, persiste; es el hueso duro de roer en que la razón se deja los dientes. Abel Martín, con fe poética, no menos humana que la fe racional, creía en lo otro, en “La esencial Heterogeneidad del ser”, como si dijéramos en la incurable otredad que padece lo uno.” La cita del autor de El laberinto de la soledad la comentaremos en el párrafo siguiente.
En nuestras clases de literatura rusa, en la Facultad de Letras Españolas, de la Universidad Veracruzana, México, el Premio Cervantes xalapeño Sergio Pitol se permitió algunos excursos, de esos tan ponderados por Holden Caulfield en su novela no tan querida por varias amistades, El guardián entre el centeno. Uno de los excursos se orientó a la figura de Lewis Carroll, en Alicia en el país de las maravillas y A través del espejo y lo que Alicia encontró ahí. Ambas obras, nos parece, Sergio Pitol las tradujo al español, así como tradujo del ruso (y el polaco, italiano, francés, etc.) otras grandes obras no leídas aún por nosotros. “Todo está al revés”, o “todo funciona al revés”, nos parece recordar que dijo en más de una ocasión.
En el mundo no al ravés, que es el de la vida verdadera, para desgracia de nuestro siglo, suceden cosas raras y curiosas, tenemos casos de Ripley (¡aunque usted no lo crea!). Los pequeños hacen el trabajo de los mayores. Los ayudantes elaboran las cosas de las autoridades. Los jefes recorrerán los pasillos de las instituciones e irán a lugares de recreo como los gimnasios o los cafés, mientras los subordinados resuelven las tareas pendientes. Las personas sufridas apechugan las circunstancias de manera abnegada hasta que no pueden más y levantan la mirada a lo alto, para atisbar el reclamo de la libertad.
La ninfa de Aby Warburg mencionada encarna la dinámica de un movimiento animado, donde antes no había vida. La abundancia escanciada en el dar, en lugar del requerir, de ninguna manera encontrará ninguna barrera impidiendo su gratuito abundar en dirección a lo impoderable. Por esto, el alter ego de Antonio Machado, Abel Martín, según lo hemos leído en la cita comentada por Octavio Paz, habla de la otredad en términos de ”la incurable otredad que padece lo uno”. El tejido social sostiene uno de sus sustentos en el entramado de la relación interpersonal.
En otro orden de cosas, volviendo a los casos Ripley, cómo disfrutamos cuando la gente se pone en evidencia ella misma. Las vacas sagradas no se encuentran a nada de distancia de la impostura y la ficción. Todo se encuentra al ravés. De otro lado, a fuerza de datos de la realidad inmediata, son las personas sencillas quienes sí encarnan de manera cabal el aura no comprada de santidad, orlando sus frentes curtidas por el sol. No cabe duda que son los pequeños quienes sostienen con sus poderosas espaldas el imperio de los grandes. Miren cómo trabajan las personas pobres: no tienen prisa de nada, no despegan la vista de su labor.
En mi carta de renuncia del pórtico, me alejo de todas las cosas sin corazón. Sacudo el polvo de los pies y giro sobre mis talones al sendero donde el sol resplandece con una claridad no usada en la oscuridad. Abro mis brazos a los pobres del mundo, a los oprimidos, iguales en su condición vulnerable a la mía, sin un recaudo sujeto a un número. La biblioteca de mis libros no usados tiempo atrás la pongo al servicio de quienes quieran leer para mí algunas páginas. La lentitud de la lectura en voz alta encuentra con su liturgia entintada aquella vida señalada párrafos arriba, que en vano las páginas intentan retener: “las letras, y con ellas las sílabas, nunca han hecho otra cosa más que referir el paso de un numen por donde no se encontrará nunca más”.
La idea de la pobreza como depositaria de lo excepcional y lo irreproducible la abordamos por medio de una cita de Nietzsche, arañada al principio: “tanto mi libro como yo somos amigos de la lentitud. No en vano he sido filólogo, y tal vez lo siga siendo. La palabra ‘filólogo’ designa a quien domina tanto el arte de leer con lentitud que acaba escribiendo también con lentitud. No escribir más que lo que pueda desesperar a quienes se apresuran, es algo a lo que no sólo me he acostumbrado, sino que me gusta, por un placer quizá no exento de malicia. La filología es un arte respetable, que exige a quienes la admiran que se mantengan al margen, que se tomen tiempo, que se vuelvan silenciosos y pausados; un arte de orfebrería, una pericia propia de un orfebre de la palabra”. La lectura en voz alta, que llega de los labios de otro a los oídos de uno cubre los ingredientes enlistados de una manera apresurada en los renglones precedentes. “¿Quién puede abrir un libro y leerlo de principio a fin, sin sentir el deseo de compartir su lectura con alguien más?” Si una persona me lee, el acto completo de la liturgia letraherida llegará a su fin desde el principio.
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