El pueblo de verano en la puesta de sol tiene sillita de enea en la puerta de la vecindad, de la comadre que se sienta a ver pasar la vida, de los chavales que se juntan a recorrer el camino de su paso. Al fresco de la noche se convoca la reunión sabrosa de la calle ahora plena de los que llegan de veraneo, de los que abren la casa, habitan la tienda, el bar, la plaza llena. Es la vida de los agostos tórridos de piscina en medio del secarral, de fiesta de Virgen vestida de oros crepusculares. Asciende al cielo la pirotecnia de la fiesta, el vestido de colores, la misa cantada y el olor a incienso para hacer más rico aún el recuerdo invernal del verano, ahí donde no caben ni la casa grande ni la calle llena de sillitas de enea donde sentarse a disfrutar la de la charla, del sedano de la raya, la charla amable y acerada de mi abuela y sus vecinas bajo el manto estrellado de una noche de estío.
Junto a la puerta del corral, las luces del coche iluminan los ojos del gato, dispuesto a recorrer el perímetro de su libertad de cazador elástico. No recuerda el felino el silencio del otoño, del invierno de frío que cobija entre sus patas recogidas. Estamos en el verano del calor, del tiempo seco que cruje bajo las pisadas elásticas de un animal tan hermoso como los días que empiezan a acortarse, con olor a cloro azul extraño entre el espigadero por el que asomarán, malva inesperado, las quitameriendas que anunciaban el septiembre de carteras nuevas y libros recién forrados. El cuaderno de los días ahora tiene herbolario de hoja sedienta, de campo que se cuartea, lapidario de piedra caliente que guarda el sol de todo el día. Y la fiesta, bendita fiesta, divide agosto en dos quincenas de sol y ajuar de riqueza. Es la Virgen que se eleva sobre los días que pasan y granan la vid, dejan a un lado el cereal guardado en la fanega de los días. La Virgen vestida de lujo que brilla frente a los fieles que se aprestan a disfrutar de un tiempo de cosecha, de un regreso de noches compartidas, de casas abiertas. Una alegre celebración de vida ahí donde no hay horario, ni madrugón de frío y de tristeza.
Agosto agosta los días y nos deja un regusto feliz de cansancio, de calor y agua, gotas que resbalan la piel intensa, el cristal del vaso donde se condensan los días que pasan. Y asciende al sol inmisericorde la oración cantada, el rezo que despierta, y el deseo de que perdure la alegría, la sillita al sol del encuentro y de la raíz que nos alimenta el alma al fresco del final del día. Bendito tiempo de espigadero.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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