Como buena niña de la meseta e hija de una España que practicaba el veraneo de interior, conocí el mar cuando ya sabía leer y puede que hasta sumar y restar. Y me creerán o no, pero aun lo recuerdo: fue un verano en la playa del Sardinero en Santander (que en aquel entonces era una provincia castellana) y recuerdo mi propio asombro, agarrada de la mano de mi padre, untada de esa crema Nivea que nos ponían para protegernos sin saber que nos estaban abocando al melanoma temprano y metiendo en el agua la mano libre para cerciorarme de que aquello era verdaderamente agua salada; lo mío siempre ha sido muy de ver y tocar para creer.
Tanto veraneo interior, tanto rastrojo que despellejó mis rodillas y tanta encina de hoja perenne y bellota madura no han conseguido conmoverme como lo hizo el hallazgo del mar, como lo han hecho otros muchos veranos de mar y otros muchos mares después de aquel Cantábrico primerizo. Y es ese mar, que no está en Salamanca ni se le espera y que tampoco llega a Bruselas a pesar de su cercanía, el que busco cada vez que puedo; porque solo en su horizonte, en el vaivén de sus olas y en sus azules varios es donde encuentro el momento de no hacer nada y solo mirar, donde el tiempo no pasa y donde los días y las horas solo se cuentan por el número de veces que ha salido y se ha puesto el sol. Los inquietos (gracias, Charo Alonso por ponerle nombre a lo nuestro) género humano en el que me encuentro bien retratada, necesitamos algo que de vez en cuando nos deje con la boca abierta y podamos parar de hacer cosas, pensar como hacerlas, planear cosas que hacer en el futuro y lamentarnos de las cosas por hacer y no hechas; en mi caso, el mar es esa terapia, afortunadamente es gratis y su consumo no está penalizado por la ley.
El mar es esa pobre papelera de nuestros plásticos no biodegradables (sospecho que son casi todos) el desagüe de nuestras aguas residuales a las que cada vez más se incorporan las aguas residuales de los miles de turistas que nos visitan porque “Spain is different”; es frontera donde se acaban unos países y empiezan otros y donde los miserables se juegan la vida para alcanzar unas costas que apenas sitúan en el mapa pero que les han dicho que allí no se pasa hambre. El mar es recuerdo de infancia y balneoterapia para los reúmas seniles; es el lugar de las vacaciones para muchos y donde se ganan el pan otro tantos que hacen bueno aquel cuadro de Sorolla que se titulaba “ Aun dicen que el pescado es caro”. El mar es donde se acaba el infinito y donde empieza el más allá y es el lugar a donde ir cuando no se sabe a dónde.
El mar es el de todos los días y de todos los que no tenemos el don de la poesía, que estos últimos prefieren decir “la mar”. Los mares son los que conocemos y los que nos quedan por conocer; los del sur que creíamos llenos de piratas y señoras estupendas que los enamoraban y los del norte que desconocemos más allá de las leyendas de Vikingos y que guardan lugares llenos de magia conservados en aguas gélidas y rodeados de montañas verdes. Los fiordos noruegos son el último lugar que el hombre no se ha atrevido todavía a llenar de chiringuitos vociferantes con Reguetón y las influencers aguerridas no recomiendan en Instagram; por algo será.
Yo he tenido la suerte de pasearme por ellos hace unos días (gracias, mamá); sinceramente, había ratos en los que creía haber muerto y estar disfrutando del paraíso que Odín les prometía a los guerreros sin ser yo una de las Valkirias. Y sobre todo, sin tener al lado un tipo con un paraguas y un megáfono describiendo el lugar y esperando a que le paguen al pobre tres euros y medio por ello. Al final, la naturaleza es el único regalo posible; ni sé como se las arreglan los noruegos para apartar de allí a los promotores inmobiliarios y a la hostelería salvaje, será cosa de Vikingos…
Concha Torres
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