Queda la antigua casa como carcasa de un tiempo pasado que nadie toma entre sus manos con vocación de cuidado. De ahí su abandono regio, su jardín enmarañado, su capa de polvo sobre los objetos quietos. Es la herencia indiferente, la muñeca rota, el plástico que brilla a pesar de la raja por la que se ve el vacío amontonado. La casa que cantaba está muda en el silencio de su quietud dormida, el cristal enmudecido que nada refleja más que la sábana que es sudario sobre el sofá hundido.
En el aire detenido de la nada, el polvo no se posa, vuela en partículas que dejaron de ser el orden de la limpieza, el cuidado que coloca, que abrillanta la pieza de cristal pulido. Quizás en algún cajón olvidado, el encaje ajado guarde el pendiente perdido, el eslabón dorado de una pulsera rota. Hasta la cerámica mimada de las abuelas está amontonada en un rincón de la alacena cubierta de ceniza. La chimenea fría no recuerda el olor de la comida ni la tetera que mantenía el calor de la tertulia a despecho de la mancha de humedad que se extiende, ella sí, como un mapa que destiñe el destino de los viajes de los que se traía el recuerdo ahora amontonado. Conchas que guardan el rumor del mar, figuritas rotas en el rincón de la memoria perdida. Nadie repara en la casa cerrada desde la calle, la puerta atrancada por la hiedra que ahora sí crece sin temor a la poda. Y sin embargo, hay una vida propia dentro de las habitaciones que se arrastra sobre el suelo sucio, que levanta la polvareda del olvido, un callado rumor de patitas liberadas, una araña sutil como un suspiro tejiendo el tiempo que no pasa. La naturaleza hace su tarea recuperando grietas y muros, maderas que se pudren, tejas que se adornan de musgo. Y no queda más mano humana que la que cerró definitivamente puertas y ventanas, la que puso el candado en el hierro ahora devenido en verdor cubierto de herrumbre tan vegetal como esa hierba que crece entre las grietas. Es el triunfo del olvido quieto, silencioso, la marca del vacío, el recuerdo, la tristura, la herencia que nadie quiere, la humedad de un tiempo de reproches. Es el miedo a la piqueta, al vandalismo o a la detenida paz del cementerio es la casa frente a la que pasamos todos, ambicionando su espacio, su recuerdo, deseando su despertar, también temiendo que se convierta en muro nuevo, en sólido cristal, en solar vacío y aún más quieto.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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