Hay dos tipos de quietos, los quietos que salen a la calle arrastrando el bastón, el andador y al acompañante. Los otros, los quietos más quietos, hacen del sillón el trono de sus días y contemplan a los inquietos con cierta sorna, dónde irás…
Al quieto más quieto hay que hacerle la compra, la visita a la farmacia donde desvelar el arcano de la receta electrónica y traerle la prensa, el pan y a veces, el ánimo. Sin embargo, no crean que no hay emociones en el día a día de los quietos: reciben la visita de varios de los inquietos, de la paloma que viene al balcón y hasta de los nietos con su vendaval de espumas. Los niños tienen querencia por desordenar lo detenido y pintar bigotes a las señoras de las revistas que vienen con el periódico. Incluso hay uno que se ocupa de esconder figuritas en los recovecos del sofá o del butacón para que el quieto de turno las encuentre al meter la mano al rebusque de las pelusas. Suelen ser una fiesta innombrable, los diminutos, porque son los que desordenan la geometría de la dieta blanda del frigorífico, los que salpican el lavabo y hasta recuperan algún juguete perdido en las habitaciones donde ya no duerme nadie. Son partículas revoltosas, los diminutos, y a los quietos les gusta el desorden que provocan mientras los inquietos de turno se agobian porque los niños molestan y parecen llenarlo todo de colores, de figuritas que aparecen y desaparecen y de piezas de construcción que quizás hagan caer a los abuelos frágiles de esqueletos de cristal fino y paso detenido ayudado por las paredes del pasillo.
A los quietos, en su quietud ordenada y silenciosa, le gustan las visitas de los inquietos y sus prisas ocupadas, sus agobios en sordina y sus quejas por el trabajo. Sin embargo, si les dan a elegir, prefieren el desorden agudo del grito de los diminutos, eso sí, con la seguridad de que la visita durará un rato y luego se irán, berreando su energía por el hueco de la escalera. Quedará entonces un eco de desorden, un colorido despliegue de plástico, una galleta a medio comer y las migas de un bocadillo manchando la alfombra. Los niños dejan un rastro de rayones sobre el periódico del día, manchan un plato más y acaban el zumo a lametazos. Llegan bien vestiditos y modosos y se van hechos unos zorros de revolcarse por el suelo junto a las zapatillas detenidas de los quietos que se dejan besar y preguntan que qué tal el cole. Abuelo, que no te enteras, que tenemos vacaciones. Y cuando se van, arrastrados por los inquietos, lo hacen como un vendaval feliz de alegría incombustible que han inoculado a los quietos que se sienten aliviados en su silencio, en su calma de atardecida, en ese silencio de locutor familiar que pauta sus horas detenidas. Y al alcance de la mano, recién recogido del suelo como una ofrenda, el muñequito de colores que hay que guardar para devolvérselo como un regalo renacido. Privilegio de los quietos…
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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