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Ella
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COLES DE BRUSELAS, 84

Ella

Actualizado 21/06/2024 12:15
Concha Torres

Casi cada mañana, cuando salgo caminando a trabajar la veo en alguna de las primeras calles de mi recorrido y asumo que somos vecinas; edad indefinida, aunque puedo aventurar que es cercana a la mía. Viste un chándal pasado de moda y descolorido, pero lleva buenas zapatillas, siempre sin calcetines a pesar del frio mañanero; apura el paso en los semáforos que cruza una y otra vez como si aquello fuera un ejercicio impuesto por un entrenador; se sienta un rato en la parada del autobús y, después de cruzar varias veces más, se pierde callejeando por el barrio.

Cuando vuelvo por las tardes, deshaciendo el camino andado, la encuentro de nuevo con una bolsa de supermercado rota, el pelo alborotado y a veces hasta con ropa distinta, igualmente pasada de moda, igualmente desteñida. Según los días, con un carro del mismo supermercado de la bolsa que empuja sin más, sin nada dentro, sin que sea el carro el contenedor de lo rebuscado en la basura sino más bien un andador en el que apoyarse. Yo he pasado varias horas trabajando desde que la vi por la mañana y ella no ha cambiado de actividad. Fija siempre la mirada en el horizonte; ojos azules y vidriosos que parecen siempre a punto de lágrima y camina, muchas veces peligrosamente, por la calzada, de donde algún que otro transeúnte intenta sacarla sin éxito porque aún tiene fuerza y carácter para rechazar la ayuda. Otras veces anda por el carril bici, con más peligro si cabe, porque los ciclistas no son esos seres altamente civilizados que suponemos por el simple hecho de pedalear y no conducir un coche. Ella siempre está en movimiento, aunque no parece tener ningún sitio a donde ir.

A veces lleva un anorak en pleno verano, o un paraguas inmenso en los escasos días en los que por estas tierras luce el sol; ya he dicho que no usa calcetines bajo sus aparentemente buenas zapatillas de correr, aunque también muchos días de invierno calza sandalias abiertas; de todo ello concluyo que vive sola, y que no es la meteorología una de sus preocupaciones cotidianas. Y que en esa soledad hay también un poso de tristeza y muy probablemente un desequilibrio mental; pero quién soy yo para hacer diagnósticos en este mundo lleno de terapeutas, psiquiatras, nutricionistas, analistas políticos, seleccionadores de fútbol y virólogos en tiempo de pandemia.

Yo veo algo más que una mujer que camina sin rumbo por unas calles que a ciertas horas no están hechas para caminar sino para respirar dióxido de carbono; y, como a pesar de mis facultades menguantes, la imaginación la sigo teniendo viento en popa, quiero ver una historia detrás de ese vagar porque sí y a todas horas. Quiero pensar que su soledad quizás no es voluntaria, que esos ojos azules de mirada perdida tuvieron en algún momento a quién o qué mirar, puede que hasta con arrobo. Quiero ver a la mujer que en otro tiempo quizás tuvo con quien compartir un rato al día, quien le advirtiera de coger el paraguas porque amenazaba lluvia o de no ponerse un anorak en pleno mes de agosto. Pero no lo sé.

No lo sé y no debería interesarme porque se supone que vivimos en tiempos de elogio de la libertad y de la liberalidad, y que eso implica que cada uno viva como le dé la gana y diga lo que quiera; y que los demás somos meros espectadores, tanto de la tristeza como de la locura o de la soledad, silenciosa o sonora. Que el que muere solo y olvidado en su casa quizás tiene trescientos amigos en Facebook y doscientos seguidores en Instagram, pero en soledad se muere a fin de cuentas. Que los que echamos de menos a los amigos que perdimos y a los mayores que nos sirvieron de paraguas contra el chaparrón de la vida, somos un panda de quejicas añosos y deseosos de que la historia de marcha atrás (que un poco sí, para qué negarlo).

Amigos y lectores que disfrutáis de esa vida de provincia hecha de tertulias de café y aceras donde todo el mundo transita y todos se saludan; de esos puestos de mercado de abastos donde el cliente es amigo, de la panadería que te reserva la hogaza y de ese médico de cabecera que, aunque nadie le obliga, se desplaza a tu casa a ver qué tienes: no llegará el tren a la puerta de vuestra casa, pero la buena vida también es eso. Y la libertad no es respetar la pobreza, lo locura y el sufrimiento de quien todo lo padece, que no; lo que algunos llaman libertad es solo mirar y no querer ver.

Concha Torres

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