Levanta el viento de Levante la arena y en él planean los pájaros que cruzan el Estrecho sobre aquellos que llenan la carretera del peso de la fiesta y del regalo, de la dádiva con la que regresar al solar de la casa a medio construir, donde tantos sueños se quedan prendidos de los objetos del otro lado, allá donde el frío y el futuro marcan el calendario de los trabajos y los días. El Paso del Estrecho al comienzo del verano es una sucesión esforzada de ilusiones y de breve riqueza que se exhibe en la baca del coche pleno de maletas y bultos, de niños que duermen el aburrimiento de la carretera, bolsas de comida para pararse en la cuneta de las horas y por fin, el ferry con su panza de coches y su resaca de encuentros y promesas incumplidas.
Más abajo, al borde mismo de un Atlántico que mira hacia la América que se desgasta en visas y en balsas sobre un Caribe que ya no atraviesan los del Mariel, los hombres fuertes de la esperanza frustrada esperan un cayuco, una barca incierta para morir en el intento. Algunos, los privilegiados, arriban a una isla que ve superadas sus breves fronteras de espuma y agua, los otros, alimentan las inciertas estadísticas de las profundidades. Las imágenes de los pájaros envueltos en mantas rojas, detenidos en su vuelo, empujados por el viento sobre el agua, son tan cotidianas que no pensamos en el puerto en el que inician el trayecto donde se hacinan meses y años esperando el paso o la muerte. Una ciudad costera donde no hay más solidaridad que la del que hace un hueco al recién llegado, espacio para que duerma el cuerpo rendido que pasa el día recolectando el mínimo trabajo para la vida, conchas que contar en la palma de la mano con la que pagar la comida y el montoncito del trayecto. El mar, ajeno a todo, hace su constante trabajo de deshacer la piedra del privilegio y convertirla en arena para que posemos nuestro ocio mirando al mar de todos los muertos. Es la playa, solaz de las miradas de secano, de las vacaciones con la pala y el cubo del niño ahíto de sol, la playa a la que llegan, rendidos, envueltos en la sal que les ahoga, la piel cuarteada, el miedo en las pupilas reventadas de luz, los privilegiados del paso, los afortunados de la lotería del cayuco.
Cruzan el camino de la península tendida sobre el mar de todos los mapas, hermosa en su diversidad y sin embargo, igual en su carretera constante de camino negro, las aves que migran de vuelta a la casa que dejaron. Cargados de quincalla para demostrar que son mejores, más prósperos, más generosos, más buenos. Cargados con las alas del amor y de la obligación, de la fiesta y del trayecto que les devuelve, felices, liberados, a aquello que ahora arde de alegría compartida y que requiere de la divisa del afecto. Ahí van, pájaros incansables, trazando los caminos del regreso, año tras año, feroces en su andar tozudo y constante. Son los privilegiados, aquellos que viven y trabajan para contarlo. Aquellos que dividen, cuarto y mitad, la vida que les tocó al otro lado, a ese privilegiado, ansiado, a ese lejano, imposible, doloroso lado. Y entre ambos, el mar, tumba y olvido de tantos nombres, pájaros que caen a medio camino sin que se inmute el viento de Levante, el que traza rutas de vuelo y arranca la arena para cegarnos y que no veamos ni oigamos el rumor de alas de los muertos.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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