Ese es el tiempo de las personas de letras. Un acontecimiento muchas veces interior. La trama de los hechos, reales o imaginarios, se desenvuelve dentro, en un tiempo paralelo al del cómputo de los relojes. Ese tiempo discurre por los minutos y las horas del alma, y alcanza espesuras que no siempre conseguimos poner en el papel.
En el lenguaje humano, en ocasiones, mediante lo que aquí llamamos prudencia conseguimos comunicar un mensaje que no habríamos podido transmitir de otro modo. Resguarda (o muestra) un contenido al no decirlo. Se parece en algo a la paralipsis de la retórica. Implica una actitud contemplativa, reservada a las personas que han descubierto algo y buscan la mejor manera de administrarlo.
En lengua española, otras dos palabras para designar el refinamiento del comportamiento humano son agudeza y fineza. La agudeza de Baltasar Gracián no la mencionaremos ahora. Nos detendremos solamente en la fineza de Sor Juana Inés de la Cruz. Para la escritora mexicana, la mayor fineza consistía en dejar de hacer algo, para buscar mediante ese modo negativo otra cosa.
Ese comportamiento dirige la mirada al cultivo de una cultura superior, con su punto de partida y llegada en la sensibilidad humana. El poema “Un padre en silencio”, de Yu Bang (??), puede servirnos de ejemplo. “La gente que pasaba junto al padre en silencio, / nunca prestaba atención a sus manos. // Esas manos habían recogido cantidades de piñones, / que habían encendido cantidades de hogueras”. La luz sobre el escenario cae, evidentemente, en las manos del hombre.
La palabra no escrita por Yu Bang es cansancio (un cansancio bendito). El hombre, postrado en su postura, exhibe una sonrisa apenas perceptible. El mundo en el entorno, discurriendo por los cauces del siglo, no alcanza a percibir su belleza.
La prudencia de una familia recoge los puntos expertos de una partida de cartas, para dejar ganar a los pequeños. Tzinacán, el personaje del cuento “La escritura del dios”, de Jorge Luis Borges, cuando descubre lo eterno detrás de los límites del lenguaje, no da el paso adelante para ir ahí. Respeta su condición de hombre mortal.
Macedonio Fernández no publicaba sus poemas. Los escondía. Fue su familia, sus amigos, quienes sacaron a la luz sus escritos depositados en latas de conservas. Su voz, en ocasiones, la escuchamos en los cuentos de Jorge Luis Borges, pues así como Sócrates tuvo a su biógrafo, Macedonio Fernández, sin pedirlo, no dejó de tener el suyo.
Alguna vez, me parece haber leído en El artesano de la verdad, de Marco Perilli, o en Por una nueva anunciación, de José Javier Villarreal, que uno busca porque ha encontrado. El hallazgo previo lo anima a uno a buscar. No buscamos lo que desconocemos, ni desconocemos aquello que buscamos incluso si no lo hemos encontrado aún. A lo anterior, nosotros agregaríamos una cosa más. Lo hallado, en realidad, no lo hemos encontrado. Lo hallado lo hemos creado nosotros. La creación antecede al hallazgo.
En el territorio descrito arriba entra en juego la imaginación. Con base en esa imaginación, agregaremos una idea adicional. La creación no opera en el espacio, sino en el tiempo. El tiempo es lo que existe en el espacio. Por eso recordar es volver a vivir.
El título de la columna, La invención de otro personaje, no Morel, lo debemos a un amante de los libros, mexicano, que también es nuestro editor. En reiteradas ocasiones nos ha sugerido la lectura de la novela de Adolfo Bioy Casares, La invención de Morel. Nosotros, sin embargo, no la hemos leído aún. Todo escritor, todo artista, todo deportista, incluso, sabe que la clave del mundo radica en la creación. En la invención, diríamos aquí en la columna.
Años atrás, cuando vivía en Salamanca, leí La anatomía del alma, de Mino Bergamo. Agoté el volumen en el sótano de la biblioteca de la Facultad de Filología. En la ventana, no lejos de ahí, en lo alto, veía la Catedral Nueva. El cielo siempre azul e inalcanzable de la ciudad enmarcaba la estampa con una nitidez prístina. Los demás estudiantes y académicos del entorno albergaban la misma gravedad serena en sus semblantes hechos al cuidado material de la palabra escrita.
Ese es el tiempo de las personas letraheridas. Un acontecimiento muchas veces interior. La trama de los hechos, reales o imaginarios, se desenvuelve dentro, en un tiempo paralelo al del cómputo de los relojes. Ese tiempo discurre por los minutos y las horas del alma, y alcanza espesuras que no siempre conseguimos poner en el papel. Ese ejercicio de elasticidad espiritual nos dota de la posibilidad de comprender las motivaciones de cosas que a simple vista carecen de justificación (como abogado, Macedonio Fernández lo hizo).
El tamaño de la existencia resulta imposible de contenerse en una obra escrita. Gana más en ocasiones la sugerencia, la insinuación que encuentra su totalidad en la imaginación de la otra persona. Todo acto humano, básicamente, comporta en sus entrañas el deseo de comunicación y contacto con lo otro. Una frase que tenemos para esto habla de ponerse en los zapatos de los demás. El entendimiento del otro nos permite acercarnos (acercándonos o alejándonos) a su expresión vital en el siglo.
Por ahora, dejaremos la columna aquí. No nos agotaremos andando más pasos en un camino que ha llegado a su fin y que solo se puede continuar si lo deshacemos hasta el inicio. La idea de la creación en el tiempo, no en el espacio, nos resulta interesante. El espacio de la imaginación carece de medida, no tiene volumen, pero sí dispone de tiempo. La invención sucede en la imaginación. La prudencia, después, echa mano de recursos prácticos para administrar la invención de un modo abierto al misterio. El lenguaje contiene una arquitectura de complejos a veces caprichosos e irresistibles, como el de la imagen, el Centro Ciudadano del Área Nueva de Jiangbei, Nanjing, China, donde tramitamos registros del trabajo ayer.
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