El calor tiene a los intensos sofocados de júbilo y travesura, de sudor en la cancha de baloncesto y ardor ante la portería sin red donde siguen, a despecho del anuncio del estío, jugando en los recreos con esa rabia con la que se destrozan las piernas. Para ellos no hay calor que valga y si acaso, buscan la sombra del edificio como ovejas modorras justo antes de que toque el timbre y les devuelva a la somnolencia de los días finales del curso, entre recuperaciones que salvan los muebles y lecciones que nadie escucha. Los intensos tienen un fin de fiesta en sordina durante las clases y luego, en el pasillo y el patio, un ardor guerrero que se cuece en ebulliciones que nos obligan a estar atentos a sus ansias libertarias. Tienen, en cierto modo, el aviso precoz de las vacaciones, el anuncio liberado de los meses de verano que luego, tan largos se les hacen. Huelen a helado y a futura piscina, a mañanas sin despertador y a pueblo de los abuelos en el mejor de los casos… que en el peor, mis intensos de barrio pasarán los días en la oscuridad de la persiana bajada, la salida a la plaza cuando baja el calor, las horas deambulando por la calle ardiente.
Tienen los intensos ansia de agua y no solo van a abrevar al baño como borregos de pantalón corto, sino a salpicarse las ganas a veces con una saña que se oye desde fuera. Vuelven afogonados y empapados, alguno con ganas de chivarse aunque nada dicen. Son un ente cerrado y un tanto salvaje, los intensos. De ahí que sea en la cancha donde arreglen sus disputas a patada limpia mientras nosotros pensamos en lo burros que son, pero sin reparar en que se trata de la guerra. Entran duro y cuando la cosa se pone demasiado intensa, vienen los intensos al despacho a pedir una bolsa de hielo y la ley del silencio se impone mientras tratas de averiguar si es una agresión o un lance de ese juego feroz que perpetran en los recreos. Uno sabe pero no constata, y deja que sea el baño el espacio en el que se miren las melenas largas y cuidadas, el ojo pintado con esmero antes de meterlo todo en la mochila o en el que acaben salpicándose con saña el calor y las ganas de salir corriendo.
Tiene junio un revuelo de vestidos cortos, de pantalones sobre las rodillas, graduaciones de tacón alto y primer traje de hombre mientras nosotros nos ahogamos en la burocracia del examen, el final de trayecto y las últimas lecciones que nadie escucha. Junio es un mes de tardes infinitas y ganas de terminar mientras arde en la hoguera del futuro San Juan todo lo que se programó con buenas intenciones y no dio tiempo a hacer. Es el tiempo de descuento de un partido inacabable, ese que juegan, con pasión y empeño, ajenos al calor, machacándose las canillas y destrozándose las clavículas, nuestros intensos.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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