Un escultor más allá de su tiempo
Guarda el sótano del Palacio del Obispo, aquel que sirviera de sede a Franco en los meses inciertos de la Guerra Civil, ahí, a la sombra protectora de las catedrales salmantinas, un Estudio-Taller con muros de hormigón y vidriera moderna. Es la Sala Núñez Solé que ahora exhibe, como un tesoro, las obras rescatadas de uno de los escultores más importantes de una Salamanca que talla su historia con nombres de artistas del volumen: Mateo Hernández, Agustín Casillas, Venancio Blanco, Fernando Mayoral, Damián Villar y tantos otros… Tierra de escultores que nos acompañan en el caminar diario de la calle, que trabajan con gubia y cincel la memoria de nuestros pasos. La muestra temporal que se hace eco de las piezas que contiene la colección permanente del museo se denomina “Esencial”, como no podía ser de otra manera con un artista tan austero surgido de la tierra. Austeridad que guarda otro espacio del museo con un insólito secreto: en la Sala de la Contemplación, el Sagrado Corazón que talló en madera Núñez Solé para la Iglesia de María Mediadora y que custodian las Salesas en el silencio de su clausura, se muestra al público. Un préstamo que nos conmueve y sobrecoge por su maestría, su tamaño, el rostro que mira y acoge, la mano tendida para recibirnos.
Cuenta su hija, la pintora y doctora en Medicina Amparo Núñez, que mientras su padre tallaba la pieza, ella practicaba ante el piano aburridos ejercicios que, sin embargo, el escultor –melómano empedernido– apreciaba y más cuando, al terminar, la chiquilla tocaba una pieza para deleite del padre. El olor a madera evoca en la hija mayor, como lo hace con Elena, la mediana, el recuerdo del plomo fundiéndose en las últimas obras del artista, el talento de un padre cariñoso y cercano. Un artista de Estudio y Taller sin puertas cerradas a la familia y a los amigos. Junto con su madre y su hermano pequeño, José Luis, formaban una familia de aquellos años esforzados que viaja y se fotografía con el blanco y negro de la época: la esposa, Pepita, pendiente de los hijos y sin embargo, solo ojos para el marido que ha colocado la cámara ante la que posan la hija mayor quieta, la mediana presta a saltar y el pequeño muy abrigado y protegido. Una familia como la que vio nacer al artista, quien vio la luz en Zamora en 1927, porque su padre era funcionario del catastro. Un patriarca de los de antes que, de nuevo en Salamanca, deja su plaza de funcionario y levanta una empresa de pretensados de hormigón cuyo modelo ha patentado. De origen bejarano y casado con Amparo Solé, Pablo Núñez es un empresario animoso que asiste a la férrea vocación de uno de sus hijos varones, empecinado en compaginar sus estudios en los Salesianos con la Escuela de Artes y Oficios. Un niño que ha tallado, tempranamente, una pieza con un clavo que guardará siempre como un talismán. Un niño que gana premios nacionales de escultura y cuya precoz primera exposición presentará el padre en El Casino, porque la timidez del joven artista es proverbial.
En el extrarradio que era la zona de las Salesas, casitas bajas con jardín, sueña José Luis Núñez Solé su entrega a la escultura. Está rodeado de revistas técnicas, de trabajadores de su padre, de material de construcción. Son años en los que Salamanca se levanta de nuevo y hacen falta personas con el empuje del patriarca y artistas para colaborar con los arquitectos y llenar las iglesias y los conventos que construye sin cesar el régimen. Don Pablo, resolutivo y orgulloso, ha llevado a su hijo al estudio del famoso escultor Benlliure para preguntarle si tiene aptitudes y, si no, todo será una pérdida de tiempo. El maestro asiente y el joven estudiará en la Escuela de Arte de San Fernando de la capital, incluso ganará una beca para París donde verá las piezas que admira, las de Rodin, Maillol y frecuentará también el estudio de artistas modernos que no se ven en la España cerrada de posguerra. Sin embargo, Núñez Solé no es un bohemio al uso, volverá a la provincia con un regalo para la vecinita a la que conoce desde niña, la sobrina del obispo Alcolea, Pepita, cuyo papel en la vida del artista será determinante. Porque toca ponerse manos a la obra, cumplir en la fábrica familiar y después, sin dar espacio al descanso, trabajar en el estudio, presentarse a encargos, concursos… Pronto, el escultor de formación clásica y original factura, se convierte en un nombre conocido en las muestras artísticas de la adormecida Salamanca. Cuentan con él para muchos proyectos y se confirma como un nombre apreciado en la sociedad que asiste a las exposiciones de El Casino y levanta los muros de la ciudad que conocemos, ornada de obras escultóricas. Puede entonces acomodarse y rendirse a la facilidad y, sin embargo, su deseo de ir más allá hace que experimente con el concepto, con los materiales, que busque nuevas soluciones, que estilice las formas dejando la figuración para abrazar el expresionismo, el simbolismo y más tarde una incipiente abstracción que no es bien recibida. Son los años de las obras civiles y religiosas que llenan nuestra ciudad y junto a las que pasamos sin reparar en ellas.
A lo largo de nuestros Itinerarios salmantinos, el fotógrafo José Amador Martín y yo recorrimos las obras de Núñez Solé a la intemperie de los elementos y también, en algunos casos, estigmatizada por la desidia oficial que hace sufrir a las estatuas. No sabíamos entonces del interés tenaz de dos miembros de ese milagro generoso que es “Fe y Arte” empeñados en el rescate de la belleza de todos. Tomás Gil y Juan Andrés Martín, desde la Comisión de Patrimonio de la Diócesis, recorrían la obra del artista descubriendo nuevas piezas ocultas en los espacios del culto o desperdigadas a lo largo de la geografía. Suyo fue el empeño, junto a los tres hijos del artista, de recuperar la memoria de su legado. Un legado que, gracias a su trabajo y al de las expertas en historia del arte Inés Gutiérrez-Carvajal y Montserrat González, la artista y diseñadora gráfica Carmen Borrego, el fotógrafo José Amador Martín y quien escribe estas líneas, se ofrece al público que puede ver bocetos de su obra civil, una muestra de su obra religiosa, plena de espiritualidad, así como unas primeras piezas de corte clásico y, sobre todo, una sorprendente visión del trabajo de los fecundos últimos años del artista.
Fue Núñez Solé un hombre de su tiempo. Acometió encargos institucionales que resolvió con el lenguaje de la modernidad por encima de la soflama y, en el caso de su obra religiosa, se empapó de conocimientos para dar lo mejor de sí mismo. Sus excelentes relaciones con los salesianos con los que había estudiado y con los dominicos con los que compartía el empeño del Concilio Vaticano II de traducir en términos artísticos una nueva visión del evangelio, alimentaron su ansia de conocimiento. Pese a su capacidad de trabajo callado en el estudio, era un hombre de tertulia generosa, fecunda, y de ahí partió, con aires renovadores, el movimiento Koiné que se recuerda en la muestra. Un deseo de ir más allá en el campo del arte, de buscar la expresión libre de la vivencia artística por parte de los artistas e intelectuales salmantinos a finales de los años cincuenta. Un movimiento aperturista que comulgaba con el deseo del Concilio donde se afirmaba, como nos recuerda en la inauguración de la exposición Tomás Durán, Vicario General de la Curia, que “Este mundo en el que vivimos tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza. La belleza, como la verdad, es quien pone alegría en el corazón de los hombres, es el fruto del tiempo que une a las generaciones y las hace caminar en la admiración”. Verdad y belleza eran conceptos unidos desde que lo afirmara en el siglo XIX el poeta romántico John Keats, una belleza necesaria que, en el arte, es fruto de su tiempo. “A cada arte su tiempo y a cada tiempo, su libertad”, afirmaban los artistas austríacos del movimiento modernista ‘Sezession’ a finales del siglo XIX, y Núñez Solé, hijo de su tiempo, supo encontrar en el trabajo callado del Taller y en la tertulia compartida y avanzada para la pacata sociedad provinciana de su tierra, el camino de la libertad. Prueba de ello son estas piezas que se adentran en la abstracción y el trabajo que realizó en La Peña de Francia donde madera, hierro, piedra y todo tipo de técnicas le sirvieron para dejar su impronta y abordar un proyecto en su totalidad. Pocos sabemos que buena parte de la belleza de este espacio alzado sobre la tierra, que casi roza el cielo, tiene los trazos, actuales, eternos, de un artista inquieto. Un artista que realiza su obra en el fragor de su tiempo, la obra que une generaciones y que lo hace gracias a la admiración que nos causa tras su contemplación.
Alrededor del torso de metal, la pieza más impresionante de la muestra “Esencial”, los artífices de la exposición se siguen admirando de su modernidad y de su hermosa contundencia. No parece hecha por la misma mano clasicista y figurativa que retrata bellas y poderosas cabezas. En la última parte de su breve vida, Núñez Solé asiste al final de la empresa familiar y tiene la valentía de cambiar de ocupación, de dedicarse a la docencia, de dar un quiebro en su vida. Como heredero de sus grandes maestros, tanto salmantinos como madrileños y gran dibujante, como corresponde a un buen escultor, Núñez Solé recupera su título de la Escuela de Bellas Artes de San Fernando y se presenta a las oposiciones para convertirse en profesor de dibujo. El cambio será muy afortunado pese a las desgraciadas circunstancias que lo han promovido: sus horarios le permiten dedicar más tiempo al estudio y a la búsqueda, el trato con los alumnos será una fuente de satisfacción como corresponde a un alumno de Manuel Gracia, maestro de dibujo famoso por su cercanía y a un miembro del grupo Koiné que cree en la creatividad de los niños y jóvenes. Así mismo, un traslado a Valladolid le abre la puerta a nuevos materiales y a una modernidad que anuncia el desarrollismo de la ciudad de las ferias de muestras. En el instituto donde imparte su cátedra, el artista es querido; en Salamanca –su casa– se ocupa de otra obra monumental, el friso simbólico de la Facultad de Ciencias, realizado en plomo. Es una época de plenitud en la que termina piezas de una abstracción que sorprende al espectador. Investiga con las pátinas, trabaja el plomo, busca nuevas formas de hacer bocetos en tres dimensiones… Un tiempo de fecundidad que va a truncarse trágicamente. En las felices fechas de navidad del 1973, que en casa de José Luis Núñez Solé se festejaban con belenes de barro y alegría, el artista muere repentinamente y todo en el estudio queda en la penumbra silenciosa del dolor.
De Núñez Solé quedó el recuerdo querido de la familia, de los amigos y una obra que, gracias al empeño de la esposa, se guarda celosamente en la ausencia de la mano maestra. Tiempo después, serán los hijos, los tres con una sensibilidad artística muy acusada, quienes tomen el relevo del legado. El tiempo pasa sobre el torno quieto, la pieza a medio hacer, los bocetos que se amontonan. La memoria olvida dónde y quién tiene la pieza que no aparece en un registro siempre incompleto. Hasta que de nuevo se mueve la investigación, se propone la exposición, se descubre la magia. Y movidas por quien tanto sabe de esa museografía que juega con el espacio y las luces, las piezas vuelven a sorprender con su belleza, con su discurso eterno siempre novedoso, con ese principio de la belleza propio de Keats que es verdad como la verdad es belleza y como no hay tiempo en ese diálogo entre generaciones de lo eterno. Y así no celebramos el aniversario de la muerte del artista, celebramos su vida y su legado, su obra y su mensaje, su capacidad de trabajo y su valiente austeridad, su forma de ser libre en tiempos de falta de libertades. Esencial. Carmen Borrego toma la caligrafía del artista y recrea su trazo, retratamos y estudiamos su obra, analizamos sus influencias, redactamos y diseñamos los paneles que nos recuerdan una vida entregada a la tarea y, sobre todo, abrimos la puerta al público para que conozca la obra de un artista que no necesitó más que la pura materia para expresar su hondo deseo, su primera memoria de escultor, su empuje creativo al que fue fiel toda su vida, su breve vida dedicada al arte. Un escultor que es pura esencia de lo que nos hace humanos: la forma en las manos, la belleza que fue su verdad desde los tiempos del jardincito de la calle cercana a las Salesas, la Salamanca que vivía un tiempo convulso. Niño escultor, hombre profundo en su deseo de conocimiento, en su búsqueda infinita de respuestas, Núñez Solé nos interpela desde su obra porque las respuestas estaban, están en el cristal, en el hormigón, en la piedra, en el barro, en la madera, en el plomo… en la materia viva que volver forma. En la materia de la que estamos hechos. En la esencia que da vida a aquello que amamos y nos admira.
FOTOS: CARMEN BORREGO