La lectura de esta novela no deja a nadie indiferente. Por esa forma con la que está escrita, mal escrita, excepcionalmente escrita. Y por este personaje, un pícaro entrañable de once o doce años que nos cuenta su vida, la de un niño marcado por la deformidad y el ambiente casi sórdido en el que sobrevive víctima de todo tipo de abusos. El autor de la premiada novela breve Chatarra, sorprende al lector con esta joya con la que Daniel Ruiz, nos muestra su talento para unir humor y tragedia en una sola línea, tras su tríptico de historias de barrio que le han otorgado el título de “Poeta del extrarradio”. Un lector que se deja arrastrar por el discurso deslavazado y caótico del inefable protagonista que recorre el escenario de nuestros olvidados años ochenta entre descampados, maquinitas recreativas, zombies adictos a la heroína, mujeres que se cuelgan de los maltratadores, kioskos y aulas de las que escapar del abusón de turno. Todo un acontecimiento, y un ratito antes de la presentación de su novela, Daniel Ruiz hace caso omiso al cansancio del viaje desde Sevilla.
Charo Alonso: ¿Cuál fue el punto de inflexión que te hizo comenzar esta historia, Daniel?
Daniel Ruiz: Hacía tiempo que necesitaba rendir cuentas con mis recuerdos, con mis vivencias personales de niño de diez u once años. Yo fui un niño con estigmas de nacimiento, el labio leporino, los pies planos, y aquello provocó una relación muy compleja con mi entorno y conmigo mismo. Y todo en un ambiente que no era marginal, pero casi, muy cercano a una de las zonas más pobres de España, Las Tres Mil Viviendas. El mío era un barrio obrero donde estábamos a expensas de una realidad compleja como la de los años ochenta en relación con los toxicómanos, con una propensión a la delincuencia. Y todo desde mis características y mis complejos que me hicieron vivir con un miedo casi patológico a los espejos y a las reacciones de los demás.
Ch.A.: ¿Se te ha pasado ese miedo a los espejos y a los demás?
D.R.: Sí, ya espanté a los demonios. Ha sido un proceso para convertir esos defectos físicos en señas de identidad. Un proceso que me ha costado bastante tiempo.
Ch.A.: Y seguro que ningún psicólogo porque entonces no nos mandaban al psicólogo.
D.R.: Los niños de los 80 no íbamos al psicólogo, claro. Tuvimos que aprender a base de instinto, de aprendizaje de la calle. Era la cultura del descampado, en aquellos años de viviendas de protección oficial y de ciudades extendidas los niños teníamos el mayor espacio recreativo que era el descampado, fabuloso espacio. No me canso de recomendar la obra de Manuel Calderón, Descampado, un ensayo, un ejercicio de memoria de cómo llegó a Barcelona desde Extremadura, un charnego y cómo encontró su sitio. El primer sexo femenino que ve el protagonista está en una revista pornográfica olvidada en el descampado. Los niños jugábamos con lo que estaba tirado allí, un coche destartalado era el coche fantástico, aunque existía el miedo a las heridas, al tétanos ahí seguíamos. Ahora los niños están más protegido en ese sentido, pero también campan por sus respetos por el mundo on line. Ese es su descampado.
Ch.A.: En aquella época sabíamos muy bien de quién teníamos que cuidarnos.
D.R.: Todo se vivía de puertas para dentro, el abuso al débil, el hecho de saber que el del 5º se excede con el sobeo. Que el del 2º maltrata a la mujer. Esta no es una novela autobiográfica, pero tiene cosas mías aunque no soy yo. Por ejemplo, no es mi entorno familiar el de Mosturito, pero sí el bloque de vecinos donde yo viví y desde el que se veía el colegio. La Cisca, la vecina que radiaba en directo las noticias, era mi vecina, la que se asomaba desnuda y era un espectáculo y a la que su marido le daba una paliza y luego se subía en el ascensor y se comportaba como un ciudadano ejemplar. El abuso se llevaba con absoluta naturalidad, no se verbalizaba, y ese ocultamiento también tenía mucho que ver con el catolicismo.
Ch.A.: Cuando el protagonista está recluido, tiene una relación con una imagen de la Virgen que nos recuerda a Marcelino Pan y Vino.
D.R.: Yo no me considero católico, pero mi padre sí lo era y yo he vivido una cultura imaginera muy intensa, soy sevillano. Es imposible escapar, ese tema acaba supurando con algo que tiene que ver con lo simbólico. Es algo que nos viene del sur, que aparece en las películas de Paco León, o en otros cineastas, o en la música de Kiko Veneno, por ejemplo. Hay un componente simbólico de la religión más superficial, y yo era de aquellos niños que tomaban la comunión y sentía esa elevación mística de que había digerido a Dios. Lo viví de pequeño y quería que este personaje, a veces un poco hijodeputa, tuviera esta parte de inocencia. Él ve a la virgen y quiere hablar con ella, no se aprende el Ave María porque lo que quiere es hablar de tú a tú con ella, hasta llega a no contarle cosas de otras mujeres para que no se encele. Es su amiga, la llama “Chari”, es casi como una relación con un amigo invisible.
Ch.A.: Este pícaro al que maltratan y que vive con su tía porque su padre ha matado a su madre encuentra en su huida a un amigo muy especial, un punki con cresta que se llama Zurdo y que se apiada de él y se lo lleva a su casa.
D.R.: El nombre del Zurdo tiene una sonoridad especial, engancha bien con cierto espíritu de contestación, de alguien que no sigue las normas. No suelo pensar mucho en los nombres, me llegan de manera instintiva. Lo importante es esa voz, la recreación de un lenguaje, del habla.
Ch.A.: Un habla que a veces inventas tú, la palabra “agarraniños” referido a los abusadores sexuales es tuya.
D.R.: Yo soy un escritor anti literario, callejero, y escribo lo que oigo, lo que me cuentan. La palabra culca, por ejemplo, la saqué de una pintada que decía “Cómeme el culca” y supuse que era el órgano genital masculino como “murciélago” es el femenino. No se trata de reproducir el habla popular andaluza, sino de construir un lenguaje propio, que es la máxima aspiración de un autor. Construir su propia obra, su propio lenguaje, un espacio donde la sintaxis, las palabras sean diferentes y acabe cuando cierras el libro. Yo busco la expresividad en el texto e incorporo sin más lo que quiero.
Ch.A.: Como dicen los críticos, es una novela magníficamente mal escrita. Pero yo vuelvo al Zurdo, que me ha gustado mucho con su novia la heroína y el niño que no entiende nada y quiere ayudarle.
D.R.: Hubo en aquellos años drogadictos que eran niños de papá. Este movimiento era muy puro en el fondo y en la forma, aquellos discos garajeros por ejemplo de los Clash o de la Banda Trapera del Río que significaban la expresividad, que estaban en contra de aquella música de los años 60 que sonaba tan bien, de multiproducción, de cuidado, de orquestación… aquella experimentación sonora de los últimos discos de los Beatles o de Pink Floid tan bien ejecutados que se rompen cuando un tipo como Sid Vicius, que no sabe ni coger un bajo, demuestra que puede sacar un disco, de forma instintiva, así, recuperando el dadaísmo de los años veinte, provocando, metiendo ruido, puro dadá.
Ch.A.: Caray, nunca hubiera relacionado el punk con los Dadaístas.
D.R.: Hay un ensayo estupendo, Rastros de carmín, que analiza todo esto, de Greil Marcus. Se trata de recuperar el sentido de la expresividad que es lo que yo quiero conseguir. La consideración de lo que es escribir bien y escribir mal es mi campo. Se me caen de las manos los libros que están perfectamente escritos en los que parece que el autor quiere gustarse a sí mismo. No, yo lo que busco es la expresividad, que el lenguaje despierte, sea eficaz para contar la historia que tengo como objetivo contar. Ese es el objetivo.
Y lo logra este autor de larga trayectoria, como afirmará en su espléndida presentación Antonio Marcos, que busca en esta voz, la de un pícaro inolvidable en su torpeza y su fuerza, una novela única por lo que cuenta y cómo lo cuenta. En esta cercanía y humildad de Daniel Ruiz recordamos a Miguel Ángel Oeste, quien habló de cómo le había tocado el corazón este personaje y cómo admiraba esta novela. Una novela que se escribe con músculo en la narrativa española plena de nombres valientes y de propuestas firmes que tenemos la oportunidad de escuchar. La oportunidad de leer. Si se tropiezan con este desgarbado y mal querido “Mosturito”, que ni siquiera sabe pronunciar su apodo, no lo duden, están ante uno de nuestros mejores personajes, ante una de nuestras más sorprendentes novelas. Llevénselo a casa y quiéranlo un poco, es un gamberro, pero les tocará el corazón, no lo duden.
Charo Alonso.