La política, entendida como la forma de resolver los problemas de la sociedad, es un arte que se rige por cánones que evolucionan a lo largo del tiempo. Se basa en factores como la situación geográfica, la Historia, la economía, la defensa y la propia línea política. Cuando una nación cambia súbitamente su modus operandi, se entiende que la razón desencadenante debe ser lo suficientemente palmaria para ser comprendida y justificada por todos los afectados.
La correcta resolución de esos problemas exige de los gobernantes esfuerzo y dedicación. Cuando se desconocen los orígenes y se actúa con procedimientos espurios y cortoplacistas, se llega irremediablemente al fracaso. De todo eso, por desgracia, sabemos demasiado en España. Anteponiendo la propia ideología y una buena dosis de frivolidad, estamos condenados a llegar al clásico “Se veía venir”.
Hoy no se puede hablar de hacer política sin mirar al exterior. Nadie, ni las grandes potencias, puede gobernar autónomamente; y nadie puede hacerlo pretendiendo pasar desapercibido fuera de las propias fronteras.
En determinadas circunstancias, podrían justificarse los primeros errores del gobernante inexperto. Dejándose aconsejar por quienes mejor conocen los temas y reconduciendo las decisiones equivocadas, podían ser disculpados por sus gobernados. Ahora bien, si, consciente de su ofuscación, el político no sólo no rectifica, sino que presume de sus resoluciones, nos topamos con un iluminado o con un autócrata - como España es diferente, nuestro presidente puede presumir de reunir las dos condiciones-
La llegada de Sánchez al gobierno, obtenida de forma constitucionalmente legal, aunque éticamente discutible, fue todo un aviso de lo que vendría después. Desdiciéndose de todas sus promesas consiguió un gobierno apoyado por quienes reniegan de la Constitución y la forma de gobierno, por secesionistas y por los sucesores de quienes pretendieron alcanzar sus exigencias a base de asesinar a demasiados ciudadanos inocentes. Lo trágico de esta alianza es que Sánchez admite esos compañeros de viaje consciente de que unos y otros no renuncian a sus empeños, declaran que volverán a intentarlo y, por supuesto, no se arrepienten de sus alevosías.
Las consecuencias de esta forma de gobernar las estamos padeciendo, con independencia de lo que haya votado cada uno. Dentro, porque se ha llegado al rechazo de quienes no estén de acuerdo con el gobierno, sin pararse a escuchar sus quejas, amenazando con el acoso judicial o económico, y sin dar explicaciones de las medidas adoptadas. Fuera de nuestras fronteras, porque, tomando decisiones contrarias a las que siempre adoptó España –antes y después de la Transición- cada vez jugamos un papel más secundario en el escenario político internacional.
Hasta la fecha, con la excepción de las recientes elecciones catalanas, el rosario de sufragios celebrados durante el periodo sanchista ha sido un continuo descenso de votos en las arcas del PSOE. Cada vez hay menos socialistas en la bancada del Congreso y cada vez gobiernan en menos Autonomías. Por algo será. En el caso de Cataluña, es cierto que ha resultado vencedor el aspirante Illa, pero también lo es que el independentismo ha perdido fuelle y la derecha lo ha ganado. Illa aún no ha ocupado sillón del Palacio de San Jaime. Es una operación más complicada que la ocupación de La Moncloa. Entonces, siendo el segundo partido más votado, consiguió los apoyos necesarios para destronar al primero. Ahora, la escena ha cambiado por completo. Sobre Sánchez pende el chantaje de Puigdemont, que exhibe su condición de segundo. Sin el apoyo de Junts, Illa no alcanzará la presidencia de la Generalidad y, de rebote, sin ese mismo apoyo, Sánchez puede ser expulsado de La Moncloa. Conociendo la forma de actuar de Sánchez, y siendo tanto lo que se juega (Ley de Amnistía, Presupuestos, posible moción de censura, etc.), no me gustaría estar en el lugar de Illa.
Queda menos de un mes para las elecciones europeas donde está por ver el papel que jugará el PSOE. Otro resultado negativo abriría la espita de las peticiones y no está Sánchez en condiciones de hacerse el importante. De la decisión que tome, depende mucho el futuro de España. Hasta hoy, poco le ha importado ese futuro.
En asuntos de política exterior, vamos de mal en peor. En Bruselas estamos abocados a bajar a segunda división. El paro, la deuda, la inflación, el fracaso del sistema educativo y la falta de decisión en asuntos de emigración está haciendo que seamos vistos –y tratados- en Bruselas con cierta displicencia.
Con los países árabes, después del desplante a Argelia, y la traición al Sahara, nada favorable podemos esperar de aquellos países capaces de proporcionarnos combustibles.
Con la Unión Europea seguimos “racaneando” nuestras aportaciones en materias de defensa, al tiempo que hacemos oídos sordos a las recomendaciones en temas económicos. Para Bruselas dejamos mucho que desear y para Sánchez vamos como un cohete ¿A quién creería usted?
Desde EE.UU. ya saben de qué pie cojeamos. Conocen a Sánchez y están al corriente de sus amistades. Aunque en el mundo de la diplomacia, todo se relativiza, será muy difícil que cambien de actitud.
En Hispanoamérica España cuenta con naciones hermanas, que siguen enviando a sus hijos a España para tratar de resolver sus carencias, y de otras que reciben alguna bofetada de nuestros políticos por el mero hecho de no ser de su cuerda política. La grosería del ministro Puente hacia el presidente argentino es una muestra de la altura política de este gobierno.
Pues bien, con estos bueyes nos toca arar otra campaña. El terreno se está quedando sin el necesario abono y los agricultores –nunca mejor dicho- están al límite de la paciencia. Decididamente, estos políticos no están preparados para lograr una buena cosecha. Si no queremos morir todos de hambre, debemos encargar la recolección a otros mejor capacitados.
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