Tiene el sábado en mi barrio de latido humano mañanas madrugadoras que arrastran el carro de la compra y van caminando con el pan bajo el brazo leyendo a voleo el periódico. El pescadero afila su pericia limpiando espumas y lentejuelas plateadas mientras pagan las parroquianas como en aquel lienzo de Sorolla “Y luego dicen que el pescado está caro”. En la carnicería, hay un ir y venir de hombres que llevan el peso de lo que comemos y las finas lonchas de jamón se amontonan amorosa y olorosamente. Más allá, la frutería es un trajín de pirámides de colores de las que se escapan el albaricoque recién estrenado y siguen las fresas sonriendo con su cualidad de color y su sabor a nada, porque a nada saben estas piezas tan bien colocadas en la caja primorosa, mientras al lado se desparraman las peras y llega la temporada, aún prohibitiva, de la cereza reluciente. Es el triunfo del epíteto contra la prisa y nos hacemos a un lado cuando llegan, humildes y llenas de tierra, las patatas en su saco de diario, el panadero con su corteza crujiente y el bromista que llega a buscar la carga de un pedido y hace reír a las chicas que tanto trabajan desde bien temprano.
Mi barrio, muy de mañana de sábado, es un hervidero que después, tendrá su quietud en la terracita del vermut aunque hoy hace frío y buscamos el sol que nos calienta la silla de metal, la silla que brilla hasta que la nube enfría la luz de agua. En la Plaza Mayor los libros han conquistado el granito del suelo y levantan barricadas alegres tras las que suenan los sones de la Banda Municipal, reluciente de metales. Hablan los escritores y hasta se les escuchará durante toda la semana, sentados en la quietud de la carpa mientras fuera las gentes recorren las portadas. Luego habrá que regresar al barrio con la bosa de libros bajo el brazo y las voces y los ecos de una presentación llena de halagos, porque todo es agradecer y todo es bueno, y el encuentro nos vuelve mejores y más listos, más receptivos y sobre todo, más leídos. La Feria del Libro, allá donde se haga, tiene eco de plaza y abrazo detenido, niños con cuentacuentos y cuentos con niño, música y un poco de sol al otro lado de los libros ofrecidos. Fiesta con autor y autor con firma en la blanca página de todas las historias.
Las historias sabatinas aquí en el barrio no tienen eco sino prisa por acabar las compras y regresar a la casa donde poner el corazón a granel y dejar las bolsas. Las mujeres de la edad de mi madre tienen un estigma en la palma de la mano de tanto acarrear bolsas que tanto pesaban. Trama de plástico en aquellos capazos de donde salía lacia la lechuga, verde la acelga y no había más que frutas de temporada. No sabíamos de la superficie lunar del aguacate, ni de la dulzura del mango. Lo más tropical eran el plátano de Canarias y la piña para la navidad con su pompón y su armadura hexagonal. El mercado central era un lugar oscuro y casi sucio donde ir a buscar el alimento pesado en una báscula por mujeres con delantal y hombres con una chaqueta azul con bolsillos de los que salía el lápiz para hacer la cuenta en un trozo de papel que se pasaba sobre la carne expuesta, el pescado entre el hielo, la fruta recolocada con pericia y geometría. Los niños mirábamos desde abajo y no teníamos mano de madre que asir porque ellas empujaban la sillita del pequeño o llevaban el peso del hambre de otros hendiéndoles las manos. Ir a la compra, ir al mercado, arrastrar a los hijos en torno a las faldas, al abrigo de diario. Y luego en la casa abrir los paquetes de papel, colocar lo comprado, ponerse a cocinar mientras la niña, quizás en sus tareas de mayor, tenía que colocar en el frutero las piezas contadas sin que sobre ni falte en la economía doméstica de lo justo.
Qué lejos el supermercado y sus hileras ordenadas, su ejército de ofertas, su impudicia. Todo a la vista de los dedos y la posibilidad de que carguen con el peso en tres dimensiones de la leche, del líquido detenido, las botellas y su canción de plástico. Parece fácil abrigar de transparencias la carne y el pescado, no hacer cola, tenerlo todo al alcance de la mano y sin embargo, qué mustio todo cuando rompes el hechizo, cuando rasgas el vestido que te facilita la vida. De ahí que sigamos aprovechando el rato para ir a la carnicería, a la pescadería donde siempre hay cola, a dejar que nos corten el queso con la blandura con la que caen las semanas sobre el hambre nuestra de todos los días. Es sábado en paz y somos ricos, es sábado de frío sol y nos basta el crujir del pan para ser felices.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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