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'Mirar lo que subyace'
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LA PROVINCIA DEL ALMA

'Mirar lo que subyace'

Actualizado 24/04/2024 18:07
José Luis Puerto

Cuando nos encontramos con la poesía verdadera, hemos de prestarle la atención, leerla y que resuene en nosotros. Es lo que sentimos ante el poemario titulado Matrioshka, de la joven poeta argentina Sofía Urrutigoity (Mendoza, 1995), quien, con esta obra ha merecido el Premio Albacara (V Premio Internacional de Poesía Mística San Juan de la Cruz 2022 (Ayuntamiento de Caravaca, Murcia, y Editorial Gollarín, 2023). Es el segundo de los suyos, tras su libro inicial Un cielo de papel bajo mi cama.

No pretendemos en estas líneas reseñar la obra, constituida por veinte poemas y un anexo, también poemático, final. Solamente queremos llamar la atención sobre él, al tiempo que desplegar unas sugestiones inspiradas en su lectura.

El poema que da título al libro, "Matrioshka", constituye su remate y lo cierra, antes del también anexo poemático. La autora ha elegido tal figura de las muñecas rusas, insertas unas en otras, en un itinerario interminable hasta llegar a la última, como símbolo de ese otro itinerario vital, humano, metafísico, de peregrinar hasta el centro.

Pero ese símbolo del camino hacia el centro, que tiene en la ‘matrioshka’ como una de sus figuras, aparece, en el inicio de la obra, expresado de otro modo. Se nos habla de la casa, como estancia del existir íntimo y del amor, en definitiva, como centro, y se alude a esas “capas y capas de alcachofa” que hay que ir desentrañando hasta llegar al cogollo.

En "Matrioshka", el poema, advertimos cómo formamos parte de la cadena de los seres en el tiempo (“como una matrioshka / dentro de mi abuela materna”), una cadena misteriosa que configura el existir de cada uno y de todos. Y, en ese iter iniciático y existencial, físico y metafísico (“vamos caminando”), conviven lo cotidiano, aquello que se halla a nuestro alcance, los pucheros teresianos (la vajilla, la plancha o la torta de limón…), con lo que lo trasciende y le da sentido (“la morada de huesos”, “el destello de la luciérnagas”…).

Y este es el mecanismo de todo el poemario: un trenzado continuo con los hilos de lo que está a nuestro alcance, y de aquello otro que lo trasciende y le otorga un sentido iluminador, espiritual y metafísico.

La poesía, de ese modo, se constituiría en un itinerario, vital, espiritual, anímico, que hemos de recorrer hasta alcanzar el centro. En tal itinerario, hay no pocas etapas: el hecho de montar la propia casa, de crear y configurar el propio centro, como estancia de un amor que nos da sentido; los actos cotidianos (desde las compras de Navidad, hasta el poner la mesa, donde –en un hermoso y eufónico guiño a las correspondencias baudelairianas– “los platos son planetas / y nosotros giramos alrededor de este pequeño cosmos”, el de la casa y sus enseres); la rememoración de la niñez, recurriendo en ocasiones al ‘ubi sunt?’ (“¿dónde está la niña y las historias de sus ancestros?); las preguntas que necesitamos para dar con los sentidos que se nos escapan (“¿sabes que es la gracia? Preguntaste”); la presencia del ser amado y los nombres de su sueño (“Anoche te escuché hablar dormido”, y las palabras inteligibles son “tierra” y “abuelo”); los enigmas del laberinto (en el poema dedicado al de la catedral de Chartres) y otros diversos asuntos que los versos nos van espigando.

Hay dos claves que atraviesan todo el poemario que hemos de tener en cuenta para advertir su carácter: las de la cultura greco-latina, creemos, las utiliza la autora para fijar simbolizaciones, pertenecerían a un plano entonces más bien cultural; mientras que las de un insistente semitismo, procedente, sobre todo, del Antiguo Testamento bíblico, se situarían ya, más bien, en la esfera de lo vital, de lo existencial y, asimismo, de lo misterioso.

Son algunas sugestiones meramente la que aquí espigamos. Nos encontramos ante un poemario de dicción serena, enunciativa, marcado por la afirmación, pero también orientado hacia el hemisferio del fulgor del mundo, aunque también de su misterio.

De continuo, insistimos, aparece interconectado, entretejido lo vivido y ordinario con la extraordinario y lo simbólico.

Estamos ante un poemario hermoso y verdadero, marcado por el existir; en el que se conjugan –como pidiera Keats– belleza y verdad. La vida, sin despegarse de su cotidianidad, se trasciende de continuo, se orienta hacia el misterio. Existencia y memoria se van trenzando, a través de un decir luminoso, al tiempo que enigmático, que busca en la simbolización una vía de ahondar en el misterio.

Poesía mística, sí, en el sentido en que podemos entender tal registro en nuestra contemporaneidad.

Y, para acceder al centro (imágenes de la ‘matrioshka’, de las capas de la alcachofa…; la autora también nos habla de “lo diáfano del misterio”), Sofía Urrutigoity elige, de modo sabio y desplegando una belleza verbal marcada por la claridad, la vía iluminativa.

Ahora nos toca, a quienes amamos la poesía verdadera, por lo que tiene de revelación e iluminación de lo que somos y de lo que es el mundo, acercarnos a ella. Y leer.

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