Paso una fría tarde de sábado charlando y bebiendo cerveza en casa de mis compadres, que son canarios y me cuentan que ese mismo día todos sus parientes están manifestándose en las islas contra el turismo desenfrenado que les está convirtiendo en extraños en su propia tierra. La tarde es tan fría, húmeda y gris como para prolongar la charla alrededor de una chimenea encendida, así como se lo cuento, a mediados de abril; y eso nos hace ser más comprensivos con los miles de europeos que teniendo las Canarias y su eterna primavera a cuatro horas de vuelo, las toman por asalto porque, finalmente, eso es lo que somos los turistas: meros salteadores de playas, montes y monumentos.
Yo me confieso turista, y en otro tiempo, profesional. No acababa de volver de una vacación que ya estaba planeando la siguiente y contaba mis días del año por número de vuelos y habitaciones de hotel. Desarrollé una pericia extrema para encontrar tanto los primeros como los segundos y para aumentar mi regocijo, mi trabajo implicaba en aquel entonces otros cuantos saltos aéreos y pernoctaciones hoteleras varias. La vida, esa petarda que viene de vez en cuando a recordarnos que es bonita pero que hay que tomarla en serio y no malgastarla, me ha echado un lazo al cuello últimamente; y como el lazo aprieta pero no ahoga, me ha servido para reflexionar sobre este frenesí turístico en el que la humanidad se ha metido y del cual yo he sido actriz invitada durante varios años; con aspiraciones de protagonista, incluso.
Las Canarias son las islas afortunadas hasta que la invasión de cemento, bares, pisos turísticos y basura en las playas les otorgue otro título menos agradable. Salamanca es “la Oxford española” (dice el británico The Telegraph, que para nuestra suerte no lo lee tanta gente) y eso nos hace crecernos para pedir más trenes, más terrazas y más de todo; si los trenes sirven para que cada fin de semana las hordas bárbaras de solteros y solteras se apoderen de nuestra ciudad y conviertan la Plaza Mayor en el escenario de sus patochadas y bailes de disfraces, casi mejor que los supriman todos, los lentos y los rápidos…O no se han parado a pensar que tanto tren rápido trae visitas que solo vienen, ensucian, hacen ruido y se van? A veces desear ciertas cosas trae aparejado el peligro de que sucedan.
De todo esto hablábamos hace unos días en torno a algo tan rústico y tan poco sofisticado como unos leños ardiendo en una chimenea; consumiendo unas cervezas de supermercado (eso sí de una tierra en donde la cerveza de supermercado es arte) y un cuenco de patatas fritas. Cosas simples, y tan difíciles de conseguir como una buena conversación, en medio de una tarde gris en la que los canarios protestaban a 25 grados y nosotros arreglábamos el mundo a solo 5 y lloviendo. En Bruselas, por si no lo he dicho ya mil veces, la lluvia no es noticia; es más, yo creo que ya ni nos moja, de tan acostumbrados como estamos a que nos caiga permanentemente; y este último invierno ha caído con saña. Quizás eso nos ha puesto a salvo del turismo apabullante, que generalmente busca lugares de clima benévolo y no este Macondo en el que vivimos desde octubre. Me fastidia no tener el talento de García Márquez para hacer de la lluvia poesía, pero el párrafo que a continuación les dejo de regalo, es el motivo por el que algunos de los que aquí habitamos, no tengamos más remedio que convertirnos en turistas:
“Llovió cuatro años, once meses y dos días. Hubo épocas de llovizna en que todo el mundo se puso sus ropas de pontifical y se compuso una cara de convaleciente para celebrar la escampada, pero pronto se acostumbraron a interpretar las pausas como anuncios de recrudecimiento. Se desempedraba el cielo en unas tempestades de estropicio, y el norte mandaba unos huracanes que desportillaron techos y derribaron paredes, y desenterraron de raíz las últimas cepas de las plantaciones”.
Así, como lo contaba García Márquez en el libro de los libros, esa biblia llamada “Cien años de soledad” así hemos sufrido este invierno sin fin, que nos obliga a pasar la tarde de un sábado de abril al amor de la lumbre cuando en otras latitudes ya recogieron abrigos, guantes y bufandas hasta el año que viene. Dichosos los que tenemos amigos que comparten esa lumbre con nosotros, y pobres de los que ven sus tierras y litorales despedazados y vendidos a cualquier precio por mor de un turismo que es pan para hoy, hambre para mañana y miseria para pasado mañana.
Concha Torres
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