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La Fiesta de Castilla y León
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"Si los pinares ardieron, aún nos queda el encinar"

La Fiesta de Castilla y León

Actualizado 24/04/2024 07:59
Raúl Izquierdo

Celebramos hoy nuestra fiesta autonómica, recordando aquel “levantamiento” de una parte de la Castilla y León de entonces, cuando comenzaba a dar sus primeros pasos como rey de España aquel jovencito Carlos I, y que culminó un veintitrés de abril como hoy, con la derrota de las tropas comuneras y el ajusticiamiento de algunos de los cabecillas más importantes: Padilla, Bravo y Maldonado (parece que a este último se le ejecutó algo después, pero la imaginería y la tradición popular han querido situarle también en ese trance a la vez que sus compañeros) en el cadalso de aquel pueblo de Valladolid llamado Villalar, hoy Villalar de los Comuneros.

La Castilla del comienzo del siglo XVI ocupaba gran parte de España, desde las ciudades mesetarias de las Castillas, parte de Galicia, Cantabria, Rioja, Extremadura y algo de Andalucía. Era un extensísimo territorio que había tenido como última reina a Isabel, y que tras su matrimonio con Fernando de Aragón, habían forjado una unidad en la península ibérica que iría tomando el nombre de España. El final de la conquista del reino andalusí con la toma de Granada en 1492 marcaría el inicio de ese hito tan importante para entender nuestra historia común.

Pero lo cierto es que el veintitrés de abril se ha colocado como día de la celebración de la comunidad autónoma de Castilla y León, ¡la nuestra!, la tierra que ahora formamos castellanos y leoneses, compartiendo un mismo estatuto de autonomía. Como casi siempre, esta fiesta pasará inadvertida para la mayoría de los medios de comunicación, que se centrarán en que hoy es el día internacional del Libro, San Jordi, Aragón u otras fiestas autonómicas.

En estos siglos posteriores desde la derrota de los comuneros, la historia de Castilla y León ha sido la de dos reinos venidos a menos. Una tierra empobrecida, envejecida y lo que es peor, muy olvidada por los partidos políticos de todos los colores que se han ido alternando en el poder. Ayuntamientos y diputaciones como trampolines para cargos más suculentos y mejores en el nivel regional o nacional, con tanta incompetencia y mediocridad. No digo nada nuevo. Y si comparamos con otros territorios, podemos concluir sin temor a equivocarnos, que Castilla y León ha sido peor tratada que otros, que con la etiqueta de “territorios históricos” han gozado de prebendas y concesiones de todo tipo, con un desarrollo industrial mucho mayor o con una mejor red de carreteras y autovías, entre otros regalos. ¿No podría reivindicar Castilla y León ser un territorio histórico tanto o más que otros en nuestro país?

La conclusión final es que Castilla y León tiene la población más envejecida de España. Los pueblos se van quedando vacíos, y nuestros jóvenes tienen pocas oportunidades si no miran más allá de los límites de nuestra tierra. Hacen falta médicos, profesores y oportunidades. Las personas que se dedican al trabajo en el campo también pasan lo suyo. Por otro lado, en Castilla y León está gran parte de todo el patrimonio artístico nacional, pero claro, de iglesias, castillos y monumentos no se come, o por lo menos no hay para que coman todos y todas.

Los y las castellano leonesas somos gentes en general de buen conformar, que nos acabamos adaptando y por discutir, pedimos poco y reivindicamos menos. Es nuestro carácter en general recio y seco, marcado seguramente por nuestra historia y nuestra cultura agrícola, ganadera y rural durante tanto tiempo. Castilla fue el granero de España durante siglos, contribuyendo de forma decisiva a la expansión del imperio español fuera de nuestras fronteras con los Austrias, tan dados a conquistas, guerras y más guerras, a costa de las arcas castellanas y los jóvenes, que morían hambrientos pero con la bandera del país en la mano. Hemos perdido casi por entero nuestra propia identidad y ya no sabemos qué celebramos el día de Castilla y León. Llegan las fiestas de nuestros pueblos y traemos bachata, regetón y sevillanas antes que apoyar a nuestro propio folklore (tan riquísimo y variado). Cambiamos nuestras raíces por tallos de colores que se marchitan en poco tiempo, y al final, no sabemos quién somos y de dónde venimos, así que mucho menos tendremos visión de a dónde vamos. Nos ponen cuatro jardines, fútbol y fiestas en los pueblos y estamos tan felices. Pero somos corderos y ovejas fáciles, llevados por modas y por hilos que otros mueven. Somos borregos que aceptamos el pensamiento casi único y las costumbres que nos imponen, como por ejemplo hablar cada vez más con expresiones inglesas o americanas. ¡Con la riqueza que supone nuestra lengua! Casi ni nos damos cuenta… Un pueblo que pierde de vista sus raíces no tiene futuro.

Cuando llegó Carlos I a España en 1517, era apenas un adolescente, sin casi saber hablar español. Venía rodeado de un séquito enorme de consejeros y ministros “flamencos” que no tenían más interés en nuestro país, que conseguir principalmente medios económicos para sostener tantos frentes abiertos. Los castellanos les vieron el plumero en seguida y comenzó la tensión, que culminó con aquel levantamiento de lo se llamó los “comuneros”, en gran parta de las grandes ciudades. Una población empobrecida, con miedo, sometida a impuestos por los grandes y que ahora era gobernada por un rey “extranjero”. La mecha de la resistencia violenta no tardó en encenderse y extenderse. Fue una guerra entre castellanos, una auténtica guerra civil. Algunos historiadores han dicho que podemos hablar de la primera revolución en la edad moderna. Los nobles de la época, como los poderosos de hoy, esperando, simpatizando con unos y con otros, a ver de dónde podrían ir sacando más tajada. Y al final, la lógica. Gana quien tiene más medios, económicos y humanos, y quien domina el arte del soborno y la compra de voluntades. Igual que hoy. En esto, no hemos cambiado demasiado.

Como dice Luis López en su poemario sobre los comuneros: “desde entonces ya Castilla no se ha vuelto a levantar, en manos de rey bastardo o de regente falaz, siempre añorando una junta o esperando un capitán”. Aquella derrota hizo surgir un identidad común, ahogada y enterrada por el paso del tiempo y la voluntad de los que quieren que el pueblo duerma y ande anestesiado. Ojalá que el espíritu de aquel toledano Juan de Padilla, aquel segoviano Juan Bravo y aquel salmantino Francisco Maldonado, junto al de tantos otros, nos siga animando a luchar por lo que queremos, a no aceptar limosnas ni migajas ni a someternos sino es por propia voluntad, y a esperar una tierra mejor, con más posibilidades y oportunidades, poniendo nuestras manos para ello.

No, no celebramos una derrota, sino que celebramos que somos un pueblo, una entidad nacional, a un grupo de seres humanos con una historia común. Llámenlo como quieran. Y en esa historia común, un día, algunos de nuestros antepasados se atrevieron a levantarse contra el poder establecido y no les importó las consecuencias. Hubo un grupo de personas antes que nosotros que creyeron que se podían cambiar cosas, que el futuro no estaba en manos de un rey elegido por la providencia divina, sino que estaba en sus manos. Quizá pueda parecer demasiado romántico sobre todo a los ojos de quien tiene la barriga llena de autocomplacencia y conformismo. Pero el presente y el futuro sigue siendo nuestro, de todos los castellanos y castellanas, de los leoneses y leonesas. Que el recuerdo de tantos comuneros y gentes a lo largo de la historia nos siga moviendo para celebrar que juntos formamos algo, que juntos somos algo, y que juntos cambiaremos o no lo que somos hacia lo que queremos ser. Otra realidad es posible.

¡ Es nuestra fiesta, nuestra memoria y nuestra responsabilidad!

Y a aquella reina encerrada por su hijo Carlos I en Tordesillas, Juana de Castilla, a la que los comuneros soñaron como reina legítima: “Castilla tan presa estaba, como vos en vuestro encierro”. Pues eso, que la bandera comunera, roja inicialmente, pero desteñida por el calor y el polvo de los caminos hacia el morado, no se siga destiñendo hasta acabar en el color blanco de la rendición definitiva.

“Si los pinares ardieron, aún nos queda el encinar”

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