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La sala Núñez Solé y la de la Contemplación, el rincón devocional del arte para el pintor Jerónimo Prieto
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Itinerarios salmantinos

La sala Núñez Solé y la de la Contemplación, el rincón devocional del arte para el pintor Jerónimo Prieto

Actualizado 19/04/2024 14:28
Charo Alonso

En el Museo del Palacio del Obispo destacan, como iluminadas piezas de colorido devocionario, las tavolettas de este creador salmantino

Desciende el fotógrafo al recogimiento de la Sala Núñez Solé en el Museo del Palacio del Obispo, ahí donde el silencio de la Salamanca monumental tiene las paredes de cemento y la quietud escultórica del artista que nombra este espacio de meditación en el que destacan, como iluminadas piezas de colorido devocionario, las tavolettas del pintor salmantino Jerónimo Prieto. Ante los ojos de Amador Martín, amante de la Semana Santa que se ha pasado entre lágrimas y lluvia, el mes de abril, colorido y pascual recuerda la Pasión de la mano de un pintor singular del arte salmantino: el artista oriundo de Espeja, ahí junto a la raya, habitante durante años del Seminario de Ciudad Rodrigo, pintor autodidacta y orgulloso de serlo. Jerónimo Prieto.

La muestra que ocupará hasta el final de este abril de lluvia y sol es un empeño compartido. La Hermandad del Cristo del Amor y la Paz le pidió al artista un Cristo pintado para su procesión del Sábado y luego, en un alarde de los que nos tiene acostumbrados el pintor Andrés Alén, una serie de “tavolettas” para que las llevasen en las manos aquellos que van en procesión. Unas tablas cuyo origen se remonta a Italia y al cortejo fúnebre de quienes eran condenados a muerte, tablas que, en la actualidad, suman más de una veintena de piezas y que se exhiben en la semioscuridad de la Sala, dejando las más recientes para la llamada “de la Contemplación” donde el negro de las paredes contrasta con los colores violentos de la paleta de Prieto al que acompaña un vídeo explicativo en el que se analiza la obra del pintor salmantino por parte de Eduardo Azofra, Montserrat González, Manuel González y el propio artista.

Como al fotógrafo, la muestra sorprende al visitante. Nos sitúa de nuevo en el dolor de la pasión, nos recuerda el luto de la Semana Santa y hace que olvidemos el sol de Pascua que luce fuera del Museo. Es un instante de contemplación, un momento de recogimiento, un itinerario de Pasión. Y se logra con estas tablas de madera no a la manera del Via Crucis, porque el artista juega con escenas que imagina, vistiendo a los personajes secundarios de cosacos eslavos, poniéndole al Cristo un ropaje púrpura de majestad que contrasta con su rostro chupado y sufriente. No, hay algo perturbador en la belleza de este conjunto, algo extraño y diferente que interpela tanto al fotógrafo como al visitante. Jerónimo Prieto, autor de una obra donde la tierra se levanta en sus pinceles, telúrica, mágica, de animalario fantástico y memoria profunda, ha hecho su lectura particular, quizás influido por sus años de seminario, de una Pasión personal y sentida. Pero no solo a través del sufrimiento de un Cristo leído en los evangelios, sino en el de un hombre condenado a muerte que debe caminar entre las gentes camino de su patíbulo personal, cargado con la cruz de la tabla, costumbre italiana de dolorosa memoria.

Inquieto y generoso, Alén no solo comparte este descubrimiento con Prieto, sino que le encarga, miembro de la cofradía, el Cristo pintado al que aporta un modelo muy especial para Amador Martín y su objetivo fotográfico: el Cristo de la Zarza de su parroquia, San Juan de Barbados. Y en la búsqueda de la tabla en la que situar al crucificado, cuando de nuevo, la casualidad bendice a sus aliados: el escultor cuya mano realizó la pieza más imponente de la Hermandad, Vicente Cid, guarda en su taller un arcón de madera del siglo XVIII y sus piezas son perfectas para pintar en él un Cristo. El mismo que se eleva al final de la hermosa sala Núñez Solé ante la vidriera del artista, una pieza impresionante de cruz en omega que no precisó de nada más que la pintura de Jerónimo Prieto, fascinado por su relieve particular. Tallado con una azuela, el madero parece vivo, y en él, el Cristo, según la historiadora de arte Montserrat González, se eleva, cabellos al viento, construcción clásica y sin embargo, infinita originalidad en la luz que desprende el cuerpo que parece desprenderse del madero para resucitar.

Pieza que asciende, espinas que vuelan, el Cristo pintado de Prieto es un hallazgo en sí mismo y se rodea de estas tavolettas italianas enmarcadas como joyas que recorre la mirada. Son miniaturas que responden de forma original al ciclo de la Pasión y que a la vez, se llenan de elementos con los que juega el artista. En una ocasión, es la silueta de Salamanca la que enmarca el paso del crucificado, en otra, el cuerpo muerto en el sepulcro se eleva sobre la piedra iluminado por el haz de luz que acabará resucitándolo. Composiciones perfectamente medidas que parecen desprenderse de la tabla, una tabla hecha a la medida del pecho del hombre que las porta en procesión. Y no un penitente, sino un reo de muerte. Un hombre condenado. Colocadas una tras otra, como fotogramas que se suceden, narran al espectador el camino de dolor que acaba con la Resurrección de la carne, y todo en la atmósfera de recogimiento y quietud de ambas salas que guardan el secreto alejadas de cualquier otra luz que no sea la de la pintura que parece resplandecer, colores vivos de antiguas estampas coloridas de fervor pueblerino y profundo como la tierra de la que sale el arte de Jerónimo Prieto. Y abril se viste de devoción pascual que sigue reflexionando sobre el misterio de la Pasión, concentrada en la lectura del arte y de aquello que no sabe de fechas ni de obligaciones. Es puro sentimiento, como el acto de apretar el disparador y captar la atmósfera detenida de un lugar de recogimiento en el que, paso a paso, sobre la madera tallada a golpes de azuela, el cemento colocado a golpes de paleta, el artista plasma el drama de los hombres y su camino hacia la muerte. Y para conjurarla, el Cristo que parece alzarse empujado por el viento que resucita, ese que borra la tristeza, el dolor, la vejez y la muerte. Y el milagro se hace en la paleta del artista, en el objetivo del fotógrafo.

Charo Alonso. Amador Martín.