Viernes Santo. Iglesia de San Juan. Alba de Tormes. 29 de marzo de 2024
I. Oración ante el Crucificado
[Arvo Pärt, Missa Sillabica: I. Kyrie.]
Mirar. Mirarte.
Ahí solo, roto, desplomado.
Al verte así, cuesta creer en tus palabras:
«Cuando yo sea elevado sobre la tierra,
atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32).
Ante tu cruz, no es posible sostener la mirada
sin sentir ese mismo desagrado que anunciaran los profetas:
«Muchos se espantaron de él
porque desfigurado no parecía hombre,
ni tenía aspecto humano.
Sin figura, sin belleza, sin aspecto atrayente,
ante el cual se ocultaban los rostros» (Is 52,14. 53,2b.3).
Ahora no se abren los cielos –solo las entrañas de la tierra (Mt 27,51-52)–
ni una voz resuena pidiendo escucharte (Mc 9,7).
Ya no es posible ningún gesto
como aquellos que habían sacudido tantas vidas
con más fuerza que tus mismas palabras.
Cuando solo queda el silencio,
cuando tus manos y tus pies permanecen inertes
–cruelmente fijados al madero–,
solo queda contemplarte traspasado (Jn 19,37).
Ahora las palabras del Padre son tan solo un eco
que parece resonar lejano entre los truenos:
«Mirad a mi siervo, a quien sostengo;
mi elegido, en quien me complazco» (Is 42,1)
Mirar. Mirarte.
Pero no como aquellos que pasaban de largo
o que permanecieron a tu lado solo por curiosidad,
como si tu muerte fuese un espectáculo cualquiera.
Una más.
La de un pobre desgraciado que, en su locura,
se creía Hijo de Dios.
Y después, volver a la rutina, como si nada hubiese pasado,
como si fuese posible vivir
cuando hemos hecho callar al autor de la vida.
¿Cómo puede nublarnos tanto la visión la indiferencia
y anestesiarnos a tal punto las entrañas?
Mirarte, Señor, mirarte,
porque se nos olvidan los otros,
porque vamos tan ensimismados
que ya no vemos,
ni miramos a la cara
para poder compartir una lágrima o una sonrisa.
Mirar. Mirarte.
Y estremecerse al contemplar cada herida de tu cuerpo,
cada golpe, cada desgarro,
prolongación inhumana del hombre,
hecho poco menos que un ángel (Sal 8,5)
pero cuya furia enturbia tanto la mirada
hasta hacerle olvidar en donde está su hermano (Gen 4,9).
¿Te miraban a los ojos aquellos que te golpeaban,
quienes escupían palabras de odio
solo por el despreciable placer de hacerte daño?
¿O preferían volver su rostro,
mofarse envalentonados en manada, dándote la espalda,
porque reflejarse en los ojos de la víctima
es sentirse aplastado por la culpa y la vergüenza?
«Al verme, se burlan de mí,
hacen visajes, menean la cabeza» (Sal 21,8).
Míranos, Jesús,
enredados en tanta violencia, vestida de anonimato,
que sigue crucificando.
No, no es cierto.
No es el amor el que es ciego,
sino el odio.
Mirar. Mirarte.
Y quisiera hacerlo con los ojos de tu madre.
Ella, que sintió sobre sí la mirada del Padre
fijándose en su pequeñez (Lc 1,48).
Ella, siempre atenta
cuando falta el vino de la vida y la alegría (Jn 2,3).
Ella, capaz de contemplar todo cuanto acontece,
más que con los ojos
con el corazón (Lc 2,19.51)
¿Cómo pudo mantener firme la mirada
mientras le arrancaban, poco a poco,
al fruto de sus entrañas?
Contemplar, que quizá no es más que permanecer ahí,
junto a tu cruz (Jn 19,25);
contener las lágrimas
y dejar que no empañen la esperanza;
confiar, una vez más, confiar,
en que para Dios nada hay imposible (Lc 1,37).
Ni siquiera la muerte.
Porque es más fuerte el amor (Cant 8,6)
Mirar. Mirarte.
Como un discípulo más.
Seguramente tembloroso, escondido entre la masa de curiosos.
¿Dónde había quedado aquel arrojo
de seguirte con tan solo encontrar tu mirada?
Ahí habían estado siempre tus ojos:
fortaleza para empezar el camino,
hogar en el cansancio, comprensión ante las dudas,
espejo ante las trampas de uno mismo,
acogida sin límites al buscar tu perdón.
Tus ojos, que encontraron con cariño
incluso a aquel muchacho dispuesto a seguirte (Mc 10,21)
aunque al final llevaba demasiado lastrado el corazón.
Déjame encontrar de nuevo, aunque sea desde lejos,
como Pedro, tu mirada (Lc 22,61),
pues fue ella, no aquel gallo fortuito,
quien hiciera aflorar lágrimas de lo más hondo.
Y poder, como Juan, acercarme hasta la cruz,
y sentirme nuevamente yo también amado (Jn 19,26).
¿Y tú, Jesús? ¿Qué alcanzabas a ver desde la cruz?
¿Qué podías entrever
mientras la sangre y las lágrimas
empegostraban tus ojos?
Apenas pudiste cruzar con tu madre
una mirada de recíproco consuelo,
sereno al saber que, para tus discípulos,
sería la firmeza que ahora les faltaba.
Levemente pudiste volver los ojos a tu lado
hacia quienes, sin buscarlo, acabaron compartiendo
aquellas últimas horas contigo,
entre el miedo rabioso de quien ve que su vida se escapa
y la confianza de saber terminar el camino a tu lado. Y que eso basta.
Y mirar hacia abajo, hacia aquellos que seguían esperando,
con alivio y decepción, tu muerte,
como niños traviesos, una vez más perdidos,
mendigando tan solo un poco de perdón.
Al final, el peso y la fatiga
solo te dejaban mirar al horizonte,
hacia esa ciudad que se afanaba por preparar
la fiesta de la Pascua, el recuerdo de su libertad,
sin darse cuenta de que estaba tan cerca
y no quisieron verla (Mt 23,37).
¿Ya vislumbrabas entonces
tanta sangre derramada,
corriendo por aquella tierra,
tu tierra?
Pero, por encima de todo, mirabas a lo lejos,
contemplabas ese día que empezaba a declinar,
con el rostro vuelto hacia el Padre, que nunca te había dejado solo,
con una leve sonrisa –para muchos una mueca de dolor–
porque estabas seguro de que, a pesar de todo,
a pesar de todas las tinieblas,
al día siguiente volvería a salir el sol.
Y al siguiente. Y al tercero.
Ahora tus ojos se han cerrado.
Solo queda abierta la herida de tu pecho.
Mírame tú.
Mírame desde ese corazón abierto.
Cuando deje de mirarte.
Cuando ya no pueda ver.
Cuando llegue el tiempo de encontrarnos.
Y mirarte. Y dejarme mirar.
Y quedarme para siempre en tu mirada.
- Santos varones, quitad de la cruz la inscripción I.N.R.I. y mirad cómo aquel título de burla y de condena atestigua que en verdad este hombre es el Hijo de Dios (Mc 15,39), nuestro Rey y Señor.
- Santos varones, quitadle a Jesús la corona de espinas y observad cuán punzante puede ser nuestro pecado, cuán agudo el dolor que podemos infligir.
- Santos varones, sacad el clavo de la mano derecha y descubrid con cuánta ternura nos aferró y nos levantó cuando estábamos caídos: «Anda, y en adelante no peques más» (Jn 8,11).
- Santos varones, sacad el clavo de la mano izquierda y observad la profundidad de las heridas que supone amar y hacerlo hasta el extremo (Jn 13,1).
- Santos varones, desclavad los pies de Jesús y contemplad el misterio de aquel que por nosotros se hizo hombre, que recorrió nuestros caminos y compartió el polvo de nuestra tierra.
- Santos varones, presentad a la Madre el cuerpo de su Hijo y ved cómo vuelve a su regazo aquel bendito fruto de su vientre (Lc 1,42), aunque ahora con una espada de dolor atravesándole el alma (Lc 2,35).
- Santos varones, poned el cuerpo de Jesús en el sepulcro y admirad esta semilla que muere en la tierra para dar vida (Jn 12,24), y vida en abundancia (Jn 10,10).
De la Representación a la Pasión y muerte de Nuestro Redentor de Juan del Encina, estrenada en la capilla de los duques de Alba, don Fadrique Álvarez de Toledo y doña Isabel de Zúñiga y Pimentel durante las fiestas de Pascua de 1493 o 1494 (Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2002).
¡Oh, monumento sagrado,
sepulcro más que dichoso!
¡Oh, cuerpo muy glorioso
de Cristo crucificado!
¡Sepultado
tesoro, más que precioso,
aunque por poco apreciado!
Descansa tus miembros tiernos,
duerme siquiera y reposa,
mientras el alma gloriosa
va a despojar los infiernos,
por hacernos
vecindad muy más gozosa
en los sus gozos eternos.
[…]
Los que estáis desconsolados
consolad los desconsuelos,
que vuestros llantos y duelos
en gozo serán tornados
y aun doblados.
Subirá Cristo a los cielos
con sus siervos libertados.
A los cielos soberanos
subirá con su poder,
que presto le esperan ver
los celestes ciudadanos
cortesanos,
y habremos todos placer.
Andad en paz, mis hermanos.