Tiene aún el barrio de mi casa panadería temprana y aunque no huela a leña, el aroma del pan recién hecho con harina como Dios manda da la vuelta a la esquina como la cola de madrugadores. Y tenemos aún el rostro de sueño, o el perro de paseo o el chándal de las buenas intenciones, aquí en esta pequeña fila de deseosos de café que salen cargados de la barra nuestra de cada día, el dulce recién hecho, el pan candeal que nos recuerda el rescaño de los días pasados. Aún no llueve, esa constante que acompaña y lava la cara una y otra vez, y llevamos las manos en los bolsillos porque se nota el frío de una primavera recién llegada de abriles húmedos y regreso del abrigo y son las ocho de la mañana y tiene el despertar un lechoso amanecer que se despereza.
Aun el barrio guarda perfumes de tiempos pasados, de cuando lo construyeron, casitas con corral, animales en el establo, las gentes del campo que llegaron a trabajar a la fábrica de zapatillas o al cercano tren de dos vías, una hacia Francia y otra hacia Portugal de donde venían aquellos hombres recios de atados de tela o maletas de cartón que se unían a los desheredados del campo nuestro rumbo a las fábricas del norte. El tren era una sangría de carbonilla hacia un futuro incierto y en sus vías trabajaban aquellos que levantaron la iglesita con sus ladrillos, que cavaron la zanja del agua a despecho del ayuntamiento y que construyeron sobre el talud de puro barro la casa pequeña. Eran tiempos esforzados que ahora se cubren de una buena capa de cemento y asfalto para trazar la calle sosegada, la calle pequeña donde no hay apenas locales y los habitantes guardan la memoria de los corrales. Barrio, barrio y barrio de parroquia pobre y devoción sin alharacas, panadería que huele a pan y bar donde se pregunta por no dejar, que ya todo el mundo sabe de qué pie cojea cada quien que es cada cual, terraza para ver pasar la vida que suena remansada, en su quietud de barrio, barrio y barrio.
Huele a pan y se amontona el dulce mientras en casa alguien oficia la bienaventuranza de la cafetera y se vuelve la naranja remedio para todos los fríos. Es fiesta en la mesa del desayuno y a un lado quedan las prisas y las alarmas, el cuchillo sucio de la mantequilla y la aceitera a medio cerrar. El desayuno en calma es la bendición del día sin clase, sin trabajo, sin prisa… y se abre la puerta al olor del pan fresco, del croissant que se moja en la tarea que ocupará la mañana por no dejar. Más allá, en la otra casa de mis afanes, hay una búsqueda febril de la cafetera que está sobre la mesa, un momento de incertidumbre frente al cartón de leche, un reflejo perdido de lo que es el tiempo. En esos alrededores que fueron míos ya no quedan panaderías que huelan a azúcar y a miga caliente, y no hay gentes en la cola del aroma que nos alimenta. Habrá que esperar a la luz industrial del supermercado donde todo se amontona en una incesante marea de colores que a nada huelen pero sirven para que se surtan de lo necesario quienes habitan estas calles como pasillos donde olvidaron el árbol y su sombra, la amplitud de la avenida, el solar de las hierbas por donde pasean los córvidos con su elegancia de frac. Tan cerca y tan diferentes, las calles de los barrios aledaños a la ciudad que se confunde con el campo, vías que siguen yendo esta vez al Madrid de todos los destinos, norte fabril, trenes en silencio. Y mientras, el aroma del pan como recuerdo de otro tiempo.
Charo Alonso. Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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