Jueves Santo. Tal como describe el evangelio, conmemoramos hoy el lavatorio de pies y la última cena; la Eucaristía y el servicio a los demás de manera humilde y altruista.
Hoy, Nuestro Padre Jesús Nazareno tomará las calles de Salamanca para recorrer el empedrado cargando con su cruz. Hermanos y cofrades vestirán túnicas, capirotes y cíngulos para acompañarlo en su estación de penitencia.
El sonido intenso de los tambores volverá a retumbar dentro de nuestro pecho, marcando el paso, el ritmo y la cadencia de cada pisada tranquila, aunque vacilante, ante la emoción del momento. Sólo los que hemos mirado a través de esos pequeños agujeros hechos en la tela que cubre nuestra cara podemos saber lo que se siente ahí dentro. Llevo procesionando desde que tengo cinco años, en mi pueblo natal, Monzón (Huesca). Al principio, a la vera de mi padre cargando con la cruz de madera de carrasca natural y, más tarde, acompañando al Nazareno con la mía propia (la de madera y la otra). Devoción y tradición a partes iguales.
Hoy estoy lejos. Mi cofradía procesionó el martes y le quedan dos momentos importantes el Viernes Santo, en el Vía Crucis y en la procesión del Santo Entierro. Sin embargo, mañana a las 9 de la noche, sé que alguien me hará partícipe de esa emoción a la salida del paso de la Catedral de Santa María, y que el que fue Hermano Mayor en su día, mi padre, lucirá esa medalla que hoy por hoy lucimos a pachas.
He visto muchas procesiones, algunas televisadas, otras a pie de calle y me resulta, como poco, impactante, la cantidad de gente que se concentra ante tales eventos. Y digo esto porque sé que la iglesia como institución y la religión católica no están en su mejor momento. Sin embargo, poca gente se pierde a la Burriquita el domingo de Ramos o a María Nuestra Madre subir por la calle Tentenecio. También conozco a personas que se han vestido, y siguen haciéndolo, de cofrades, simplemente para tocar el tambor. Me chirría esto bastante, la verdad. Entiendo que la solemnidad, el ambiente que se respira en las calles y el halo de misterio/ curiosidad de una procesión llame la atención a ateos o practicantes de otras religiones. Lo que no acabo de comprender es que haya gente capaz de formar parte de algo en lo que no creen. Algo bastante importante, por cierto. Porque procesionar no es lucir los colores representativos de tu cofradía o llevar una vela en la mano y caminar a paso lento. Vestirte de cofrade supone mucho más. Es creer en lo que estás haciendo; entender a quién estas acompañando y por qué. No es darte un paseo “disfrazado” pensando en qué harás mañana o qué necesitas poner en la lista de la compra. Supone un momento de encuentro contigo mismo, de reflexión, de arrepentimientos y de perdón. Conozco a alguien al que le preguntan hace varios años que cuando “va a salir” y su respuesta viene siendo: en algún momento lo haré. Y me gusta esa respuesta, porque encierra una reflexión por su parte ante tal acontecimiento.
Dudo mucho que toda la gente que estoy viendo ahora mismo en la tele, en la procesión de La Dolorosa de León, tenga un sentimiento real hacia lo que está contemplando. También pongo en duda al chavalito que va tocando la tuba en la banda municipal, pero eso ya es otro tema.
Es bonito ver a la ciudad acompañar a las hermandades es sus largos recorridos; la luz de las velas y los farolillos alumbrando la oscuridad de la noche; escuchar las cornetas o el tintineo de los ornamentos de cristal al alzarse sobre los hombros de los costaleros. Las cadenas y los pies descalzos. Pero no hagamos de ello un simple espectáculo. La Semana Santa va mucho más allá de eso.
Gloria Rocas
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