A la dama de Lis se la fotografía en su opulencia de cristal y hierro sobre la muralla de piedra, farallón junto al río. Es su colorida versión de la belleza, su silueta de baguette de diamante a los pies de las catedrales que se adornan con ella. Y sin embargo, la entrada norte de la casa de los Lis tiene una delicadeza y una evocación que enamora al visitante cuando entra en el Museo Art Nouveau, Art Déco absolutamente fascinado por su diminuto patio, sus curvadas fraguas, su globo de luz, la forma de su puerta de bienvenida…
Tiene la calle donde se asienta la entrada estrechez de patio de su Casa. A un lado, la catedral es marca de cantero, al otro, el palacio que custodia el Archivo de la Guerra ofrece su filigrana de piedra tallada en curvas que son luego sillares geométricos combinados con ladrillo rojo. Y al final, donde da la vuelta el aire, el Patio Chico que invalida todo error arquitectónico que tanto nos agrede en el rincón dormido. La belleza a veces borra cuanto de feo tiene al lado, y nos recoge en la entrada pequeña y recoleta llena de detalles infinitos: los motivos florales hendidos en los sillares de piedra, los latiguillos que se alzan, las ventanas coloridas y una fecha, 1905, para marcar el final de una obra que se inspiró en el modernismo belga.
Se centra el objetivo de Amador en esta entrada sutil, lejos del hierro forjado que caracteriza a la casa, la opulencia de sus vidrieras interiores, su estuco en forma de flor que corona cada puerta en el interior azul de su riqueza. No, hoy el fotógrafo se queda fuera, entre el público que espera y la puerta de lo que antes era la entrada del carruaje y ahora es una tienda llena de detalles que nos hacen Lis a cada rato. Y es esta puerta casi modesta, pensando en las dimensiones de la casa y su fachada sur, la que nos prepara para la grandilocuencia que quiso el dueño, Miguel de Lis, ebrio de modernidades modernistas aprendidas en el Paris de sus viajes. El industrial salmantino se empeñó en sorprender a la ciudad dormida y se encomendó al arquitecto municipal, un Joaquín de Vargas de origen jerezano, amante de los patios interiores como el trazado para los Lis que, sin embargo, no aprendió el valor del hierro y el cristal en el modernismo francés o belga, sino en el Madrid que levantara el Palacio del Retiro. Ayudante del artífice del pabellón magnífico, allí se forjó el amor por las matemáticas y la geometría de la curva del arquitecto municipal de esta Salamanca donde vino destinado. Y fue Joaquín de Vargas tan charro que se matrimonió con una hija de ganaderos y acabó en el campo de la dehesa, como uno más de los hombres de la tierra.
Ambos, de Lis y Vargas, junto con Carlos Luna, los Huebra, los Mirat o los Moneo, aquellos que proporcionaron de su fábrica el hierro de la Casa, eran los más modernos de una Salamanca dormida en su miseria. Aquella que dice Jambrina que era dama a la que olían los pies de pura falta de alcantarillado. Aquella en la que vivía un Unamuno que parece que nunca se quejó, como se cuenta, de que para hacer la Casa de los Lis se tirase un trozo de muralla. Eran tiempos de no darle importancia a nada más que a la supervivencia. Y el pasado era piedra y no más que piedra y el atrevimiento de usar para una casa particular el hierro de los ferroviarios o el cristal de las pequeñas ventanas de los miradores era una afrenta. La curva de la rejería, un capricho, como las flores que hacen alusión al apellido o el hecho de hacer una puerta con una forma que no fuera recta como moral imperante. A Vargas le gustaba la libertad creativa y a Miguel de Lis le podía la modernidad de Europa, como a aquel Huebra que llenó su casa de objetos traídos del futuro, escandalizando a la señora que se refugiaba de tanta innovación en la capilla de sus devociones. Porque a la reina de la casa, Dolores Primo, aquel despliegue tan colorido e inusual la violentaba, y nunca se sintió bien en este mirador desproporcionado frente al río del que salió la fortuna de la familia. Aquellas curtiderías que alfombraban la orilla alzaban hacia la Casa la riqueza de su negocio mientras ella se sentaba a la mesa camilla de su tarde de merienda y visita cotidiana que inmortalizara Gombau.
Recorre el fotógrafo el detalle que no vemos, deslumbrados por el deseo de entrar en el reino de la luz, de la vidriera, de la muñeca exquisita, de la muestra que nos sorprende mientras la Casa sigue su ritmo de años veinte con baile de criselefantina y triste bailarina de Lagar. Nos esperan el café de exquisitos cromados y las joyas modernistas que seguimos recorriendo fascinados… visitantes constantes de la casa nuestra y sin embargo, recién llegados. Y lo hacemos atravesando esta puerta que es entrada a un mundo diferente, a una época que se quiso distinta y sigue sorprendiendo. Es la curva que evoca el sueño de ser libres, de vivir la belleza sobre toda cosa, esa que nos ayuda, precisamente, a vivir en medio de la incertidumbre.
Charo Alonso. José Amador Martín.