En España el ruido es un derecho humano, lo he proclamado decenas de veces, también en estas columnas quincenales. Por si a alguien le queda alguna duda, incluso jurídica, aquí va el texto de la convención internacional de los tales derechos: “conjunto de derechos y libertades fundamentales para el disfrute de la vida humana en condiciones de plena dignidad”. ¿Ejemplos? Todos nacemos libres e iguales, se prohíbe la discriminación por color, sexo o religión, se prohíbe la tortura, la esclavitud, todos tenemos derecho a un juicio justo, a pensar lo que queramos y a profesar (o no) la religión que nos guste; en fin, una serie de minucias que desde 1948 nos protegen de la barbarie. La Europa a la que los tractores acusan de todos sus males, además, ha incorporado esta declaración a sus textos legislativos con un tribunal especial para ello; y, aparentemente, dada la impunidad de la que disfrutan, los españoles han incorporado por cuenta propia el derecho a hacer ruido, en cualquier lugar y a cualquier hora del día y, sobre todo, de la noche; sin que eso sea susceptible de ningún tipo de sanción y sin posibilidad de recurso por parte de los ciudadanos que lo padecen.
Se ve que los muchos años de ausencia me tienen despistada; y a pesar de seguir la actualidad y pasar mucho tiempo en España, no me he dado cuenta de que la agresión a golpe de decibelio, en este mi país de nacimiento y pasaporte, no está penada por la ley y, además, es un derecho que se ejerce con mayor libertad que el de pernada en la Edad Media. Así que visto lo visto (y sobre todo oído) deduzco que es un derecho humano o por lo menos constitucional, y que a mí se me ha pasado por alto el momento en el que lo incorporaron a la ley. De otra manera no se explica que, en pleno centro de una ciudad de provincias, sea imposible conciliar el sueño al menos tres noches por semana; que los pisos pierdan un tercio de su valor ante la posibilidad de que les instalen un bar en la planta baja y que el riego de las calles en plena sequía e incluso los días de lluvia, se haga a las ocho de la mañana, sábados y domingos también, y con un compresor que probablemente lleve un motor de avión incorporado. No hablemos de los que montan (también a las ocho de la mañana) unas terrazas que se han desmontado a las dos, muy necesarias para la vida cotidiana de los ciudadanos y poseedoras de todo un ejército de patas metálicas sin fieltros que se arrastran por las aceras.
Una vez que hemos entendido que todo ello está recogido en una carta magna que probablemente redactaron los hosteleros, asesorados por una comisión de sordos o de ciudadanos residentes en el extrarradio, ya nos podemos quedar tranquilos. Lo de respetar el silencio y la necesidad de dormir son cosas viejunas, delitos del lejano siglo XX que ya hace rato hemos superado. Y la ciudad monumental, joya del arte Plateresco, cuna de una Universidad ocho veces centenaria y refugio en otros tiempos de ilustres pensadores, necesita de las actividades ruidosas para darse a conocer; parece ser que si toda esa algarabía molesta no se permite, los visitantes no vienen, que ya bastante dificultad tienen los pobres con la falta de trenes para que encima no les dejemos gritar por las calles a la hora que les dé la gana.
Me abruma el gris del norte al que después de treinta años no logro acostumbrarme; la media de ciento ochenta días de lluvia por año, la falta de luz, los inviernos eternos y la poca cintura de sus gentes; me pregunto de octubre a marzo que quién me mandó mudarme a estas latitudes donde la noche es eterna y las nubes no levantan; pero aquí, el que monta un tinglado molesto para sus vecinos (seas hostelero o paisano de a pie) de diez de la noche a seis de la mañana es susceptible de visita policial y sanción administrativa. En este lugar del viejo continente, lo que es un derecho humano es el descanso., no el ruido. A mi me parece que es bastante más lógico, pero ya les digo, será que como vivo fuera buena parte del año, estoy confundida.
Concha Torres
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