Cuenta J. L. Martín Descalzo que en el cementerio de San Javier, de Murcia, había un perro que llevaba diez años durmiendo y viviendo sobre la tumba de su amo. El animal, días después de la muerte de su amo, añorando su presencia, se encaminó él solo al cementerio, encontró su tumba y sobre ella se sentó a esperar a la muerte. Durante muchos días no se movió de sobre su lápida, sin alejarse siquiera para buscar comida. Sólo más tarde, el viejo sepulturero se apiadó de él y sustituyó, en parte, el cariño del muerto. Pero Canelo nunca renunció a su fidelidad. Y allí siguió, recordando a un muerto cuyos parientes ya le habían olvidado.
Dios es fiel. La fidelidad es uno de los rasgos más acusados del rostro de Dios en la Biblia; él es clemente y compasivo, paciente, lleno de amor y fiel. Él mantiene su amor enteramente. La misericordia de Dios y su fidelidad son para la Biblia dos rasgos complementarios que son evocados con mucha frecuencia. El primero muestra la “debilidad” de Dios por los suyos; el segundo expresa la solidez de su amor; pues aunque los montes cambien de lugar y se desmoronen las colinas, no cambiará su amor.
Dios es siempre fiel a pesar de nuestras faltas; si somos infieles, él permanece fiel. Dios no puede dejar de ser lo que Él es, de ser Dios, de amar. Dios es fiel y no permitirá que nadie sea tentado por encima de sus fuerzas. La fidelidad de Dios es por siempre, Dios es la roca de Israel. Sus palabras y promesas no pasan, se mantienen de generación en generación. La firmeza de las rocas evoca en los israelitas la fidelidad de su Dios. El Señor se fijó en nosotros no porque seamos más fuertes que los demás, sino por su amor.
Cristo es el siervo fiel, que cumple en todo la voluntad del Padre. La fidelidad de Dios se manifiesta en El, pues aun siendo nosotros infieles, El permanece fiel. La fidelidad radica en el corazón, porque éste no puede estar sin poseer. “Es imposible ser hombre y no inclinarse. Si a Dios rechaza, ante un ídolo se inclina” (F. Dostoievski). Cualquier cosa se puede convertir en ídolo absoluto, a cambio de una pequeña satisfacción esclavizante. Tres ídolos tienen especial arraigo en la mente humana: el dinero, el sexo y el poder. Los tres y muchos más, embriagan y esclavizan al ser humano prometiendo sabiduría, comodidad, felicidad, fama. Todos tienen el oficio de suplantar y alejar a Dios de la vida.
La fidelidad del cristiano es una gracia de Dios pero que necesita ser correspondida con humildad y fidelidad. Ahora bien, el ser fiel no es tarea fácil y debiéramos apoyarnos en la Iglesia. Sería bueno recordar las palabras de san Juan Crisóstomo: “No te separes de la Iglesia. Ningún poder tiene su fuerza. Tu esperanza es la Iglesia. Tu salud es la Iglesia. Tu refugio es la Iglesia. Ella es más alta que el cielo y más dilatada que la tierra. Ella nunca envejece; su vigor es eterno”.
El creyente percibe en el nivel de la vivencia lo que la Iglesia formula en el nivel de la doctrina. Con Bernardo Claraval puede afirmar: “Mi único mérito es la misericordia del Señor. No seré pobre en méritos mientras él no lo sea en misericordia. Y porque la misericordia del Señor es mucha, muchos son también mis méritos”.
La fidelidad es confianza. El creyente fiel dice como Pablo: “Sé de quién me he fiado”. La fidelidad es fuente de fecundidad, pues ella nos capacita para alcanzar nuestros propósitos y realizar incluso aquello que creemos imposible. La fidelidad es fuente de gozo. Ordinariamente una persona perpetuamente insatisfecha o no es fiel o no eligió bien su propia vocación. “Yo no quiero inmolarme a ese ‘día terrible’ que llamáis la sociedad futura”, exclama uno de los personajes de Dostoievski. El puro deber sin gozo llega a ser, a la larga, intolerable. La auténtica fidelidad no tiene que ver con fanatismos, pues éstos son una caricatura de la fidelidad. La fidelidad es una adhesión perpetua para poder vivir con el Señor.
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