Confieso tener un gesto cada vez más repetido a lo largo del paso de la calle: miro con igual embeleso a los niños que a los perros. Y ambas criaturas me devuelven la mirada, los ojos húmedos y curiosos, el hociquito feliz de tan húmedo. Calle, calle y calle. A unos los pastorean con cuidado y mimo o les empujan en una carroza donde sentirse reyes por un tiempo moviendo la manita; a otros, les tiran de la traílla porque en mi barrio aún no se ve eso de llevar al perrete en un cochecito de niño o de plano les llevan en brazos como una ofrenda al Dios de madruga y ayuda. En todo caso, excepto en aquella edad que no camina, niño y perro olfatean el aire, desean pasar por las mismas esquinas acostumbradas, subir los mismos escalones, acercarse al paseante y sentir el frío de la sorpresa, el brillo de los coches aparcados ateridos de hielo.
Antes de las ocho de la mañana, la mujer de origen africano, tan bella en su caminar de diosa del desierto, se cruza conmigo. Empuja la silla donde, despierta y tocada con su gorrita de reina, la niña lo mira todo como vez primera. Atrás, bulto que respira, en la espalda erguida no se ve qué guarda la mujer que ha envuelto a su bebé y su cabello en un tejido que abraza y enlaza, que cubre y sugiere. La sonrisa al verme día tras día tiene el brillo de la mañana recién estrenada. Allá va, dispuesta a dejar su dulce carga y a seguir cargando el pequeño bulto de su bebé oculto por la tela de colores, el porteo dulcísimo que duerme aún el aroma de la cuna o de la cama compartida con esta madre altiva como estatua. Más allá, es el padre quien se desprende de la pesada mochila que le pasa al hijo a la puerta del colegio y ve cruzar el patio a otra pequeña patinadora de la mañana que conjura el frío con sus leotardos blancos, su faldita de vuelo y sus zapatitos de princesa. El cemento del patio de recreo rallará su color vivo y regresará con los leotardos negros de sentarse en el suelo, pero allá va, delicada como una muñeca dispuesta a enfrentarse al fragor del parvulario. Y hay amor e incertidumbre, prisa y cansancio quizás en esta mirada que despide al hijo todas las mañanas, el gesto cariñoso de quitarse la mochila del hombro fuerte y colocarla cuidadosamente en la diminuta espalda del niño que apenas puede con el peso.
Tiene este tiempo temprano paseo de madrugadores, sean niños o perros, padres que entregan la tostada caliente a la puerta de la guardería envuelta en una manta con olor a camita y a biberón. El frío les acaricia mientras recorren las calles y reconocen la esquina donde levantar la patita. Es el paso de la frescura, de lo recién estrenado, de las horas que se prometen agotadoras y sin embargo, estimulantes. Es el hálito húmedo que queda sobre las hierbas del terraplén por donde cruzan los gatos riéndose de niños y perros que les señalan con la patita. Y yo, lo reconozco, me los quedo mirando hasta que sus ojos redondos de pura pupila negra me miden entera, mueven un poco la cola o la mano y siguen su camino. Mañana, la mujer de los dos bebés tan seguidos parecerá de nuevo una estatua en movimiento. Y será de leche matinal su sonrisa mientras a su espalda, sueña el dulce peso que sigue resguardada en su cálido cuerpo.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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