Cuando Elena está dormida en nuestras "siestas-paseo" no logran despertarla ni la impaciencia de los conductores apretando el gatillo del claxon, ni el petardeo de las motos fanfarronas, ni la percusión estridente de las obras, ni el sonido amplificado de los músicos callejeros, ni las explicaciones alguna vez inexplicables de algunos guías turísticos, ni el traqueteo de su propia silla contra los adoquines, ni los coloquios de perros, ni las manifestaciones multitudinarias de estorninos, ni los adolescentes alaridos en formato pandilla, ni el llanto de sus iguales.
Solamente levanta las persianas, si se tercia, cuando su indisciplinado padre se detiene a hablar con alguien, porque no habíamos salido a eso sino a dedicarnos al silencio caminante aunque sea con ruido de fondo. Siguió dormida el martes, mientras salíamos del huerto, hortus conclusus, dejando atrás el rumor de la fuente, fons signatus, cuando pasadas las seis nos sorprendía en la Plaza de los Leones el doblar fúnebre de las campanas catedralicias. Su clamor era una rareza cuya razón pronto supe: por Juan Pedro Manzano, trabajador que fue de la casa y madre. Que en Paz descanse.
Ocurrió una vez más que una pregunta es respuesta, porque al salir de casa había empezado a pensar en las palabras por juntar para este 3 de febrero, cuando el refranero profetiza cigüeñas, y me dio por acercarme hasta San Blas, la modesta iglesia de los tiempos de la repoblación, rehecha en el XVIII y deshecha al poco, pues sus feligreses terminaron morando en el barrio de los Caídos por obra y desgracia de la Francesada. En tiempos del obispo Mauro y el alcalde Málaga la diócesis cedió lo que ya tenía mucho de ruinas al municipio y fue rehabilitada para auditorio. En el recuerdo, el culto que allí se celebró durante siglos, especialmente el dedicado al santo protector de las gargantas, y por extensión de narices y oídos, pero también al Santísimo Sacramento y a la Virgen de la Esperanza, y por supuesto la plegaria por las ánimas del purgatorio.
Tomé la fotografía que ilustra estas líneas y continué la "siesta-paseo" sin quitarme de la cabeza la espadaña vacía. Desnuda de campanas. La profesora Rupérez Almajano la describe sin piedad: "sosa y desproporcionada". Paradójicamente, a mí me dio sal para imaginar y medida para situar aquel abrupto lugar junto a las peñuelas, y de paso esta fecha, antigua fiesta de extinta parroquia, bajo el silencioso dosel de los siglos que levantan y derrumban muros, que fue repique gozoso cada 3 de febrero hasta callarse.
Mi pregunta sobre las campanas bajando la Cuesta de San Blas tuvo respuesta un rato después, en la Plaza de los Leones. No se me reveló su paradero, obviamente, pero al doblar las de la iglesia madre supe que aquellas otras, que durante siglos convocaron a la fiesta, no cesan de clamorear, con audible cadencia, por los que descansaron bajo sus bóvedas. La espadaña está vacía, como esa España silenciosa, como la Iglesia tantas veces callada, pero en su sencillez un tanto sosa, en su disimulada desproporción, se desata el nudo que añusga todas las gargantas. Percibo un hilo de voz, clara y sana, que, sin despertar a Elena, le susurra a las cigüeñas que allí siempre habrá espacio para sus nidos.
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