Cuando Carmen Martín Gaite respondía a varias preguntas sobre la comunicación humana en una entrevista no se imaginaba que aparecerían radiantes en una red social. Tampoco que serían abrazadas, tanto como el que se lanza a los brazos del anhelado. Ni mucho menos que terminaría por guardarlas en un lugar preferente de mi móvil, quizás en un hipotético caso de emergencia juvenil.
Quizás nunca sabemos qué hacer con tanto lenguaje, con tanto significante. Hay periodos donde las palabras que conozco dejan de existir. Como las palabras “axial” o “predela”. Otras fueron aprendidas con la misma velocidad con las que las deseché como “simonía” o “ubérrimo”. No cabían en una boca que prefiere la sencillez de “fértil” o la invención del “amorch”. Tengo por seguro que debí encontrar un adjetivo más acertado conmigo mismo que “ausente”. Y seguro que fue antes de que criticase el uso de las palabras “duda” y “conquista” para referirse al objeto amoroso. Leía en Retahílas que “vivir es disponer de la palabra”. La palabra y la humanidad se han habitado mutuamente. Una vive por la otra. Una siente por la otra. El ser humano parte de sencillos vocablos hasta constituir un léxico adaptado a su entorno. Y llega un momento en el que ya no hay más que añadir y nuestro pobre diccionario personal mengua sin remedio al igual que una llama se consume tiritante. Supongo que lo que Carmen Martín Gaite llama “ratos de muerte”—aquellos sin palabras—, yo los llamaría “ratos de olvido”. Son aquellos donde las palabras son sustituidas por inconsistencias, por ausencias y malas presencias. Es el momento donde no se es presente, sino pretérito pluscuamperfecto del subjuntivo, el tiempo de la imposibilidad. Aunque el verdadero problema podría encontrarse en un exceso de vida “martín-gaitiano”. Al disponer de tanto lenguaje adaptado al interlocutor, el que se debe a la verdadera comunicación, si éste último desapareciera las palabras se amontonarían con cierto grado de desorden y una relamida ira. Es el momento donde imaginamos un interlocutor efímero. Creado como el doctor Frankenstein diseñaba su criatura. Y a este ser exiliamos, ensayamos, acercamos, aceptamos, preguntamos, desechamos. En el mejor de los casos, confeccionamos una nota escrita, con mayor o menos decencia, que nunca leerá nuestro interlocutor real. El caso es que tanto significante no infecte una herida, sino que la desinfecte. Por eso la creación del interlocutor, porque las palabras deben aparecer.
Supongo que eso explica por qué encuentro una nota de despecho en un libro de Annie Ernaux perteneciente a la biblioteca. También explica por qué me posiciono con la misteriosa persona que ha elegido hablar con un recuerdo y ha visto idóneo—yo también lo veo— abandonar la comunicación a su suerte en un libro de esta escritora francesa. Supongo que por eso hay que desconfiar de las personas que solo buscan tu compañía y no tu palabra. Un cierre ritual, eso es. Una respuesta a la emergencia comunicativa.
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