Vivimos en una sociedad en la que parece que una parte está situada en una anhedonia total o parcial en lo que se refiere al pensamiento. La anhedonia es la incapacidad para experimentar placer, la pérdida de interés o satisfacción en casi todas las actividades de la vida. Es una falta de reactividad a los estímulos habitualmente placenteros. La vida que nos han impuesto nos lleva a pensar que somos prisioneros de nuestro trabajo. Vida que vivimos en la calle y en casa la dormimos para volver a levantarnos cual régimen carcelario. Nos hacen creer que no tenemos posibilidad de huida.
Hay que estar siempre prestos contra el hastío del saber pues aunque parece que está todo dicho, no lo está. Las palabras se gastan pero tenemos el poder, esto sí que es un poder, de plantarlas de nuevo en nuestras tripas y en nuestros cerebros, en nuestras lenguas y en nuestras miradas, en nuestras manos y en nuestras pieles.
La filosofía es ha sido en muchas ocasiones insolencia, desobediencia, desacato a lo establecido o a la autoridad. Toda filosofía verdadera lo es, como lo fue también la platónica, la aristotélica, la kantiana o la hegeliana. Porque aunque no sean los filósofos los que llamen a la insurrección, sus filosofías son novedosas o radicales porque no aceptan las premisas establecidas. El orden necesita fundarse siempre y de nuevo, lo que implica que pueda ser contra argumentado.
Quién expone sus premisas se expone a ser refutado. Quién comparte sus fundamentos abre la posibilidad de ser repensado, retomado o incluso demolido. Quién mira a la cara de quién le escucha o le lee, aunque sea siglos después, está dejando algo para volver a ser pensado por quién sólo podrá recibirle mirándole a los ojos también, sosteniendo el reto de tener que volver a pensarlo todo, de nuevo otra vez. Thomas Sowell afirmaba que “la libertad ha costado demasiada sangre y agonía como para renunciar al bajo precio de la retórica”.
Entristece ver, reflexionar y pensar; más si cabe llegar a la conclusión que la sociedad española en amplios sectores tiene una pésima o ínfima calidad superficial, aunque su fondo sea quizás el mejor de toda la humanidad. Por ello parece que el pensamiento nos duele a unos pocos. Décadas de sistemas escolares analfabetizantes, ahistóricos, amorales, etc. han degradado los valores de muchos futuros ciudadanos y la capacidad de transmitirlos.
La corrupción que ha aflorado en la actualidad no es más que un testimonio de lo anterior. Los listos, en el mal sentido de la palabra, se han aprovechado de una falta de valores generalizada. Una moral de baja politequería ha destruido las bases de una vida nacional sana cuyo resultado es la situación catastrófica actual. Sabido es que nunca se ha visto a un tonto volverse inteligente.
Algunos querrán contestarme con la palabra “pero”, la cual es complicada de utilizar, porque puede llegar a destruir lo que podía haber sido, pero nunca se atrevió a ser. Cuando un hombre planta árboles y construye una gran casa con su esfuerzo, en la que nunca llegará a descansar, ni a cuya sombra podrá sentarse cómodamente, sabe de lo que hablo. Ese hombre es el que ha comenzado a entender su vida. Construimos no sólo para nosotros sino para que los que vienen detrás partan de un peldaño superior.
Lo que se está construyendo ahora es vano, es nada. Pan para hoy y hambre para mañana. Más degradación social. El falso empleo o trabajo basura no genera solidez, ni genera familia, ni valores; tan sólo genera supervivencia y falta de tiempo para pensar en salir de la miseria, y de la peor, la miseria moral. En la que busca refugio fácil la mayoría, y mucha de la clase política para conseguir sus votos. Algunos por unos euros se olvidan de todo comprándose el tótem del siglo XXI, un pequeño artilugio al que algunos llaman móvil o celular que reconforta y hace que olvidemos la verdadera lucha por tener una familia que es lo que construye, proyecta futuro y guarda valores.
Somos quienes somos porque estamos condenados a serlo. Con la propia identidad no se juega, ni con la colectiva, ni podemos permitirles a los otros que jueguen con ella, ni a nosotros mismos ceder en este terreno. Sin embargo, no debemos olvidar nunca que mantener la identidad no equivale a imponerla sobre los demás. Por ello no debemos confundir a la jovialidad con la tontería. El hombre jovial lo es porque disfruta del momento, tiene verdadero conocimiento de la tradición y de sus raíces, de lo que fue y va a ser y coge la flor del día y agarra su destino con ambas manos sabiendo que es más difícil de montar que un potro salvaje. Pensemos de nuevo en adorar la jovialidad de los héroes que como Ulises supieron combinarla con habilidad, inteligencia, audacia, diplomacia, sagacidad, tenacidad y la elocuencia, además del afán inquebrantable por ver el mundo, para aprender y ensanchar su horizonte, pero sin olvidar el deseo de regresar a su casa, donde residían todos sus verdaderos valores y sus raíces.
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