Es un placer escuchar el agua de la lluvia llamando a los cristales de los ojos de nuestras casas.
Tan ansiada, tan necesaria, tan intensa, tan benigna, tan húmeda y tan limpia, tan repicante.
Su alma de iones nos deja todos sus aromas esparcidos al regar la piedra, los árboles, la hierba, nos alivia nos cura y riega los corazones, nos invita, presuntuosa, a bailar ese baile lleno de oxígeno al pasar por nuestros pulmones.
El suelo se llena de barrillo al mezclarse con el polvo y la respiración de los coches, y a todo ello le sobrevuelan los coloridos pétalos de nuestros paraguas, los resbaladizos tejidos de nuestras gabardinas, las gotas rociadas en los surcos de nuestra piel, nuestros húmedos cabellos.
La calle se inunda de pequeños charcos en los que chapotean las botas de los niños, agua buscada y sonora, llena de ritmo de las pisadas, pantalones salpicados, ya verás al llegar a casa, te lo voy a decir yo, se oye una voz, pero estoy segura de que el mensaje, así dicho, supera la retórica de que es capaz un niño tan pequeño al salir del colegio. Detrás, una sonrisa anciana muestra su comprensión y guarda un poso de envidia en su pensamiento (Chapotear, ¡quién pudiera!).
El agua corretea revoltosa por toda la avenida buscando senderos desconocidos que se precipitan entre los hierros acogedores de las alcantarillas y desemboca no sabemos dónde, arrastrando a su paso todas las miserias acumuladas.
Las aceras y las calzadas adquieren un brillo inusitado, acharolado, impecable, límpido.
Las nubes descargan sus posesiones a voluntad. Alguna aquí, otra allá, dibujando en el cielo distintos tonos de grises con su lápiz mágico.
El ambiente resulta agradable y húmedo.
Levanto la vista y empieza a despejarse.
Aparecen en el horizonte unos tímidos rayos de sol y, poco a poco, deja de escucharse el bello sonido del agua.
Mercedes Sánchez
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