Cualquier ciudadano puede ser partidario u opuesto al régimen monárquico. Entre los primeros, existen dos grupos: los monárquicos “de cuna” y los advenedizos. Estos últimos, más que monárquicos se consideran “juancarlistas”, por ser Juan Calos I el único monarca que han conocido. En este último círculo me incluyo. Ha sido mi Rey y, antes, compañero de Armas.
Como muchos españoles, no estoy de acuerdo con la actual situación del Rey Juan Carlos. Su conducta personal puede, y debe, ser juzgada sin pisotear la presunción de inocencia. Hasta el momento, no existe ninguna condena y nadie le ha privado de su nacionalidad; sin embargo, ya se le ha sancionado.
Aunque con sospechas bien fundadas, hemos vivido una etapa en la que no se sabía quién era el último responsable de lo que ha terminado siendo un destierro. En el Código Penal se reconoce la pena de “privación del derecho a residir en determinados lugares o acudir a ellos por tiempo de seis meses a tres años”, reservada para los culpables de delitos de amenazas, lesiones, maltratos, violaciones, etc.
Tanto en la monarquía como en la república y la dictadura se empleaba el confinamiento, término que tenía un significado bien distinto al recibido durante la reciente pandemia. Se solían escoger lugares más o menos alejados del domicilio habitual del represaliado, siempre bajo vigilancia, pero dentro de los límites nacionales. Que yo sepa, en la actualidad se aplica la orden de alejamiento de la víctima en una distancia determinada y durante un preciso tiempo; pero destierro fuera de los límites de la propia nación, en democracia, no conozco ninguno.
Ni que decir tiene que la integridad que se debe exigir al Jefe del Estado no puede convertirle en el primer ciudadano en deberes y el último en derechos. Más que triste, resulta vergonzoso que el Rey Juan Carlos reciba peor trato que los ciudadanos de Bildu, Junts o ERC. ¿Quién está haciendo más daño a España? Perdón, se me había olvidado; la respuesta a esa pregunta reside en La Moncloa. No se puede declarar que se defiende la Constitución y, a la vez, gobernar con quienes tratan de denigrarla y de acabar con el actual sistema de gobierno. Vemos a diario constantes actitudes de ninguneo a la Corona como institución y a sus miembros como representantes.
En un libro de reciente aparición –y, hasta la fecha, no hay rectificación-, se especifican los detalles de la “Operación Destierro”. Las sospechas se confirman: presionado por los independentistas que aseguran su sillón de La Moncloa, Pedro Sánchez ha tenido que acceder a su petición. Los separatistas aborrecen la monarquía; lo suyo es la república, ese sistema de gobierno que, con tantas adversidades como trajo a España, no invita a estar orgulloso de su memoria. Como carece del valor necesario para hacerlo personalmente, tuvo que enviar a la Salomé de turno para pedir a Felipe VI la cabeza de su padre. En la misma publicación se asegura que la relación padre/hijo es normal y hablan de forma habitual. Si es así, la decisión planteada por el ultimátum sanchista no era nada fácil para Felipe VI ni para Juan Carlos I que, no se olvide, antes que Rey, es padre. No es ésta la primera vez que toma una decisión pensando en el bien de España. Como no existen pruebas del conciliábulo en el que se dictaminó su salida de España, es de suponer que el padre acabara cediendo y eligiendo la ciudad de Abu Dhabi, como destino de su destierro pensando que se trataba de una situación provisional. La escasa información pública de ese desenlace ha dado lugar a dimes y diretes para todos los gustos. Ahora sabemos que Juan Carlos volvió a pensar en el bien de España. Pronto hará cuatro años de ese destino y no es de recibo que se prolongue mucho más, si no queremos que la reparación llegue demasiado tarde.
Una amnistía aplicada a condenados, para después ensañarse con quien no lo está, pone de manifiesto la catadura moral del responsable. Los ataques a la Monarquía en general y al Rey en particular son fruto de quienes prefieren alterar el rigor de la historia por seguir las consignas partidistas. La imagen de un español libre, privado de la facultad de poder celebrar su cumpleaños en su verdadero hogar, no encaja con la gentileza que debe adornar a todo gobernante demócrata. Cuando el protagonista sólo se muestra gentil –en este caso, esclavo- con quien alimenta su propia egolatría, acaba definiéndose solo. Tiene alma con sensibilidad tan especial que siente más lástima por la lejanía de Puigdemont que por la del Rey Juan Carlos. De facto, le ha convertido en ciudadano de segunda.
Si alguien piensa que la decisión de expulsar de España al viejo monarca se tomó solamente para acallar el malestar ciudadano, y de esa forma, dar el asunto por zanjado, está muy equivocado. Nuestra actual monarquía parlamentaria acaba de recibir su primer impacto en la línea de flotación, pero el enemigo sigue apuntando porque quiere hundir el buque. Liquidada la separación de poderes y contaminados los organismos públicos, el último eslabón de la cadena es la Jefatura del Estado. Para alcanzarlo, todo vale.
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