, 28 de abril de 2024
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El mundo barroco latinoamericano desde fuera
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El mundo barroco latinoamericano desde fuera

Actualizado 13/01/2024 09:43
Juan Ángel Torres Rechy

Por eso nosotros tenemos en el pueblo latinoamericano a un Neymar, pensamos. Por eso disponemos de un Gabriel García Márquez, evidentemente. Por eso contamos con una realidad maravillosa cuyos términos para nombrarla carecen de una cifra en el cómputo de los diccionarios. Por eso uno es como es.

La perspectiva del tiempo y la distancia nos permite apreciar las cosas de un modo distinto. No resulta lo mismo encontrarse en un lugar y apreciar sus cualidades desde ahí, que salir y volver la mirada después de un tiempo. Comúnmente, la imagen se refiere bajo la pintura del pez que no se da cuenta del agua de su medio. Tal materia de conversación la tenía con mis estudiantes del curso de cultura de América Latina, en Nanjing Tech University, a propósito de las características barrocas del pueblo latinoamericano. Unas horas antes de la clase había visto el inicio de la entrevista de Joaquí Soler Serrano a Alejo Carpentier en su programa A fondo. Hacia el minuto treinta, me parece, el autor cubano describe cómo nuestra cultura latinoamericana no conoció ninguna transición, ningún reposo, entre el mundo barroco prehispánico y el mundo barroco novohispano. Yo hasta ese momento nunca había reparado en tal característica tan evidente de nuestros pueblos hispánicos. No había discernido por qué nosotros tenemos un realismo mágico, un lo real maravilloso, tan acentuado y natural, distinto a lo que sucede en otras partes del mundo. Quizá un primer atisbo de las diferencias entre las culturas lo tuve en Salamanca, España, cuando comencé a tratar a los portugueses y los brasileños. La lengua se percibe distinta, el portugués aquende y allende ofrece rasgos únicos, así como las personas en general se pueden distinguir también. Si hablamos de China y de América Latina, la diferencia se acentúa un poco más, creemos.

A Carpentier lo leí por primera vez en Salamanca, en torno al año 2009 o así. Yo tenía 26 años. En la biblioteca de la Facultad de Filología había conocido a un estudiante de licenciatura de nacionalidad mexicana, pero de ascendencia europea. Sus padres eran alemanes, o por lo menos lo era uno de ellos. Él estaba leyendo a Carpentier o yo se lo acababa de recomendar a él. Como no podía resultar de manera distinta, entre los primeros comentarios en torno a su obra mencionamos la explosión inconmensurable del lenguaje. Señalábamos ese concierto infinito de vocablos como una estética de la voluptuosidad del Caribe. Yo había terminado de leer El reino de este mundo. Recuerdo que en aquellos años mi lectura de las obras literarias no tenía ni la velocidad ni el número esperado para un investigador en el campo de la filología. Me demoraba demasiado en cada una de las páginas. No acertaba a veces ni siquiera a abrir el volumen en el escritorio. Sentado en el primer sótano, dirigía la mirada a la ventana donde se alcanzaba a ver la parte superior de la catedral. Generalmente, a las ocho de la mañana me encontraba a la puerta de la biblioteca esperando la hora de apertura. En los escalones del edificio de estilo neoclásico leía las antologías de los Encuentro de Poetas Iberoamericanos editadas por el profesor de la Universidad de Salamanca Alfredo Pérez Alencart. A un costado a la derecha, detrás del convento de San Esteban en la Plaza del Concilio de Trento, el sol había salido y las primera campanas del templo habían resonado con su metal dominico.

En el salón de clases aquí en China mis estudiantes seguían con sumo interés y diligencia la exposición de las evidencias del ser barroco latinoamericano anterior y posterior a la Conquista. Teníamos en la pantalla del aula al autor del Concierto barroco señalando en la entrevista con Joaquín Soler Serrano tres registros del arte prehispánico y colonial. Explicaba un diseño abstracto de Quetzacolcóatl, la Serpiente Emplumada, en las pirámides mayas, más otro diseño figurativo del mismo dios. Apuntando con su dedo mostraba cómo la esencia de las representaciones se mantenía intacta en la pintura barroca novohispana, en concreto en un cuadro del Árbol de la Vida. América Latina pasó del barroco prehispánico al barroco novohispano sin ninguna transición. El estilo neoclásico europeo, por ejemplo, no se expandió por las tierras del Nuevo Continente en ese rango de tiempo. El humanismo renacentista de un Elio Antonio de Nebrija estaba lejos de encontrar sus cauces en las corrientes nuevas abiertas entre las piedras y las plumas de quetzal del Otro Mundo. En un punto de máxima tensión histórica, la órbita celeste planetaria adoleció de una constricción en lo que antes había sido el ombligo de la luna. Por eso nosotros tenemos en el pueblo latinoamericano a un Neymar, pensamos. Por eso disponemos de un Gabriel García Márquez, evidentemente. Por eso contamos con una realidad maravillosa cuyos términos para nombrarla carecen de una cifra en el cómputo de los diccionarios. Por eso uno es como es. El juego de claroscuros y espejos, de apariencias y tramoyas, de ambigüedades y conceptismos se descubre de muchas otras formas en nuestros territorios, ya sea mediante la pluma de autores como Sor Juana Inés de la Cruz o mediante la vida cotidiana en las calles donde tantas personas practican la liturgia mágica de dar gato por liebre. Así somos nosotros en este devenir del siglo. Algunas décadas atrás, los artistas europeos pusieron su atención en nosotros con base en lo que en aquel entonces recibió el nombre de surrealismo. Aquellos artistas tuvieron en América Latina la cátedra de su lección.

Alejo Carpentier al parecer no congeniaba demasiado con Jorge Luis Borges. No defendía la idea de un autor desprendido de la práxis de la realidad social. Él se encontraba en el frente de batalla. Yo he escuchado comentarios de Jorge Luis Borges en torno a otros autores, como Mario Vargas Llosa o Gabriel García Márquez, pero quizá hasta ahora no haya visto nada relacionado con Carpentier. En cuanto al autor argentino, la prosa más difícil de sus primeras obras cobró una nitidez menos recargada en el transcurso del tiempo. En cambio, Carpentier siempre defendió la lengua barroca encumbrándola como una forma abierta. Estas cosas son el pan de cada día de los estudiantes de filología como mi amigo mexicano de ascendencia alemana en aquella Salamanca de ayer. Seguramente, él ahora se encuentra en algún remoto del mundo, como Langkawi, quizá, en Malasia, pues comparte con Carpentier el espíritu aventurero que llevó a este último a remontar el río Orinoco en la selva amazónica en sus años juveniles. Nosotros en la ciudad histórica donde vivimos nos ceñimos al molde de la palabra no impresa para delinear el borde de la esfera de una experiencia letraherida humana donde el asunto todo de la existencia encuentra su punto de partida y su destino en la simbiosis y el mestizaje.

La perspectiva de las cosas vistas desde China nos permite reconocer lo que siempre habíamos vivido sin haber sido completamente conscientes de ello. En este país algunas cosas son distintas. En las canchas deportivas todo mundo juega baloncesto, nunca se verá a nadie echando la cascarita de fútbol. A las citas, las personas llegan con algunos minutos de anticipación. El día amanece más temprano. En cuanto a la posible característica barroca de aquí en el curso de la historia de sus 10,000 años de vida, confrontada con la del pueblo latinoamericano, el tema lo dejaremos todavía en el tintero, pues la columna va siendo algo más extensa de lo razonable y conviene terminar. No queremos que nos suceda lo que hace apenas unas horas vi en un restaurante comiendo con mi colega español de la Facultad de Idiomas de Nanjing Tech University. En la mesa de al lado, había un extranjero más, con una joven china. Él hablaba y hablaba en inglés hasta el punto de empujarla a ella a simplemente ignorar la conversación. La joven desviaba la mirada y la perdía en su entorno. Cogía el teléfono móvil y buscaba notificaciones nuevas de sus redes sociales. Llevaba su mano a la cabeza y cerraba los ojos. No sabía cómo desembarazarse de su compañero. Hasta que encontró en nosotros su salvación. Le dijo ah, mira, dos extranjeros más. El volvió la mirada sobre sus hombros, nos vio y le respondió sí, son franceses. Los he escuchado toda la noche. Yo entiendo el francés pero no lo hablo.

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