Solo en 2020, México sumó 34.515 muertes dolosas a lo largo del año, es decir, unas 97 cada día. La ONG Semáforo Delictivo calculó que el 80% de esos homicidios estaban relacionados con el narcotráfico. En Colombia sucede lo mismo, siendo 983.033 las vidas que el conflicto de las guerrillas y el narcotráfico se cobraron hasta 2017.
Sergio Márquez Fernández
Defensor de los Derechos Humanos
Cuando se piensa en la guerra se suele acudir al concepto de conflicto abierto y declarado propio de los libros de Historia. Se piensa en un mandatario estatal anunciando públicamente una declaración de guerra contra el enemigo y posteriores ataques estratégicamente calculados por las fuerzas armadas. Sin embargo, no todas las guerras son así. Uno de los indicadores más populares para determinar en términos humanitarios cuándo un país está en guerra es observar que si son más de 100 los homicidios diarios puede considerarse que ese país está envuelto en un conflicto bélico. Solo en 2020, México sumó 34.515 muertes dolosas a lo largo del año, es decir, unas 97 cada día. La ONG Semáforo Delictivo calculó que el 80% de esos homicidios estaban relacionados con el narcotráfico. En Colombia sucede lo mismo, siendo 983.033 las vidas que el conflicto de las guerrillas y el narcotráfico se cobró hasta 2017.
Ambos casos son ejemplos de una guerra bastante silenciosa. Estos últimos meses los medios de comunicación han bombardeado con noticias acerca del conflicto ucraniano y, antes de este, con el de Afganistán. Pero estas dos tragedias humanitarias no son las únicas abiertas en el mundo. En diversas partes del globo existe una lucha candente por parte de las organizaciones criminales del narcotráfico. México, Colombia, Venezuela, El Salvador, Filipinas, Myanmar, Afganistán, Kenia, Ghana… son algunos de los países más afectados por la producción y distribución internacional de narcóticos. Todos ellos tienen un factor en común, y es que no existe un Estado fuerte que vele por el orden y la seguridad.
Haciendo remisión a los dos primeros casos antes nombrados, Colombia y México, puede encontrarse una completa ausencia del Estado en muchos territorios de ambos países. La geografía en estos es completamente indómita, con vastos terrenos de selva, de montaña o de desierto, en ambos países existen zonas lo suficientemente aisladas como para que las autoridades no tengan operatividad alguna en ellas. Ahí es donde comienza toda esta guerra. Los primeros atisbos de narcomenudeo que se dio en ambos países, a mediados del siglo XX, fue en zonas aisladas como esas, donde las autoridades locales eran lo suficientemente débiles como para poder ser corrompidas a un bajo precio. De esta forma, estas redes, al principio pequeñas y focalizadas, comenzaron a extenderse hasta conformar los grandes cárteles que hoy conocemos. En todo este proceso hubo un actor clave, Estados Unidos, cuya demanda de opiáceos se disparó, en primer lugar, tras la Segunda Guerra Mundial y, posteriormente, con motivo de la Guerra de Vietnam. Al aumentar la demanda, la oferta tendió a equilibrarse, favoreciendo la aparición de estas grandes organizaciones antes mencionadas. No es pura casuística, pues se está hablando de un mercado que, tan solo en América, genera unos 90.000 millones de dólares anuales, según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito.
A raíz del surgimiento de los cárteles, la violencia, las desapariciones, los secuestros, los homicidios, la tortura y la corrupción se han ido incrementando en ambos países, hasta el punto de que, a día de hoy, ambos son considerados narcoestados. El narcoestado es un concepto politológico y criminológico que describe aquel Estado en el que no impera la voluntad de la autoridad oficial o del sistema político establecido, sino que las organizaciones criminales son las que influyen en la toma de decisiones dado el importante peso socioeconómico que tienen dentro del país.
A pesar de que los distintos gobiernos contemporáneos han intentado poner fin a la situación, ambos han fracasado, bien por verse superados por la capacidad táctica con la que cuentan los cárteles, bien por haber sido presa de la corrupción, o ambas al mismo tiempo. El caso más flagrante fue la guerra librada por el expresidente Felipe Calderón en México a partir de 2006 y que, lejos de poner una solución al problema, desató una oleada desmesurada de violencia sin precedentes que se cobró la vida de decenas de miles de personas.
Sin embargo, el problema no se reduce al interior de ambos países. El narcotráfico es un mercado como cualquier otro, y se rige por las mismas leyes económicas. Según esa regla, no habría producción de narcóticos si no hubiese quien los demandase. Ahí es donde entra principalmente el vecino del norte, Estados Unidos. Mientras este país se alarmaba por la crisis del Covid-19, vivía una epidemia silenciosa que, tan solo en el año 2020-2021, se llevó consigo 100.000 vidas, todas ellas por sobredosis. Estados Unidos tiene un importante problema de salud pública con las drogas, especialmente con los opioides; y lo más alarmante es que una inmensa mayoría de los casos de adicción comienzan bajo recetas legales, pues los médicos, patrocinadores del interés de las farmacéuticas, recetan este tipo de compuestos altamente adictivos sin miramientos para afecciones que no requieren de un tratamiento farmacológico tan agresivo.
La guerra del narcotráfico es mucho más compleja que cualquier conflicto bélico abierto, pues no son solo dos actores estatales los que están en disputa, sino que son un gran número de organizaciones, algunas de ellas más en las sombras que otras, las que se enfrentan a gobiernos cada vez más corruptos, dejando tras de sí una importante estela de muertos, desaparecidos, desplazados, drogadictos, secuestrados… que no ven fin en una guerra a la que le queda aún mucho que resolver.
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