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Buenos días, bisiesto
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COLES DE BRUSELAS, 72

Buenos días, bisiesto

Actualizado 07/01/2024 14:38
Concha Torres

He empezado el año bisiesto despertándome el uno de enero en la cama en la que desperté los veinticinco primeros años de mi vida; no se me ocurre otra forma más “bisiesta” de abrir los ojos al nuevo año. No estaba programado ni tocaba volver como en el anuncio viejuno del Almendro, y menos ser huésped de nuevo de la casa de mis padres, pero así de entretenida es la vida, que nos cambia el orden de los capítulos y no digamos los finales…Ni los mejores guionistas son capaces de tanta pirueta.

Esa casa de nuestros padres es la que, inevitablemente y durante muchos años, hemos llamado “nuestra casa”, incluso cuando ya pagábamos los plazos de la hipoteca de la nuestra propia. Este particular siempre les ha asombrado a nuestros vecinos del Norte europeo, donde la casa de los padres es aquella a la que no queda más remedio que ir el día de la madre y de donde tantas veces se sale huyendo; que en las conversaciones mundanas habláramos de “nuestra casa” refiriéndonos a la de la infancia en vez de a la que le íbamos comprando a trocitos al banco es algo que sembraba perplejidad. Y tanto para unos como para otros, es la casa que guarda en las paredes las orlas universitarias y los títulos académicos; la que tiene armarios infinitos donde aun se encuentran los abrigos de niño, los jerséis tejidos a mano por la abuela y los regalos del día de la madre; donde aún hay alacenas con porcelana floreada y se hacen camas con sábanas de hilo que ya nadie es capaz de planchar. Esa es, la casa a la que parece que uno ya no vuelve nunca y donde, de repente este año, el uno de enero he amanecido entre cánticos externos de resaca y sol de la Meseta que se colaba por la persiana.

En esta Navidad rara que ha dado paso al año bisiesto, me asombra ver mi ciudad vestida de luces y no precisamente para matar un toro en la plaza. Esa sucesión arrebatadora de bombillas de colores que afea la perspectiva y tapa mucho monumento insigne (y no necesitado de luces chillonas) dicen que atrae muchos turistas, levanta el ánimo y les provoca insomnio a los pájaros, no sé si todo es bueno. Y entre esa especie de falla valenciana del kilovatio, los visillos que no cortan el frío que entra por la ventana, la niebla de la Meseta y las campanadas de Nochevieja sin la Obregón, me despierto el primer lunes del año en la cama de mi infancia asombrándome de recordar las flores de las cortinas, el armario de espejo al frente y la altura excesiva de la mesilla de noche como si este largo paréntesis de treinta años de no dormir allí no hubiera ocurrido.

Me propongo no proponerme nada (para cambiar de otros eneros) no mirar el calendario ni hacer listas de cosas pendientes (uf!) rezo a los sacrosantos controladores aéreos una plegaria en la que les amenazo con acordarme de sus madres sin me hacen la enésima jugarreta habitual de estas épocas (y que ya aparece anunciada en los periódicos) y me dispongo a desayunar el Roscón que tampoco toca este día pero que me va a saber a gloria después de muchos sinsabores. Todo lo demás es humo.

Deseo que hayan comenzado ustedes el año en compañía de sus seres queridos; sin contratiempos, sin prisas, con Strauss (o incluso con Julio Iglesias) y con fe ciega en el porvenir porque dicen que la esperanza es un asa a la que hay que agarrarse con dos manos; y si así no fuera, no llevaríamos miles de años sobre el planeta tierra. Lo de la felicidad lo dejamos para otro día. Que el 2024, bisiesto él, nos lleve a donde podamos llegar. Amen.

Concha Torres

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