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Queridos Reyes Magos
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Queridos Reyes Magos

Actualizado 03/01/2024 08:00
Fermín González

"Agranda la puerta, Padre,

porque no puedo pasar,

la hiciste apara los niños,

yo he crecido a mi pesar.

Si no me agranda la puerta, achícame por piedad,

vuélveme a la edad bendita,

en que vivir es soñar."

(Miguel de Unamuno)

Feliz día de reyes

“Ahora, que llegaron los Reyes Magos, dejando las ilusiones, los entusiasmos y alegrías a los niños, jugando con el montón de cachivaches, que irán desperdigando y destrozando hasta hacer olvido de los sueños del seis de enero, y esperar otro acontecimiento que también se transformarán en regalos de familia.

Pues ahora, se vienen a mis meninges, aquellos sueños e ilusiones de mi niñez, aquellos juguetes, aquellos caramelos, chocolatinas y primeros cuentos y pinturas etc. En aquel tiempo, los escaparates, las luces, los coloridos se dejaban notar lujosas, exponiendo sus mejores productos, tanto pastelerías como jugueterías, sobre todo las céntricas.

Algunos pasteles y tartas eran un artículo de lujo para muchas familias que debían limitarse al consumo de magdalenas, bollos, brevas, palmeras, y algún pastel de crema. Lo mismo ocurría con ciertas cosas expuestas en las jugueterías, donde no hacía falta saber leer el precio para deducir que podían ser prohibitivas para las familias humildes como la mía. Aunque debo reconocer, que no me fue tan mal, como a otros chicos del vecindario.

Nunca tuvo que explicarme nadie que mi carta a los Reyes Magos debía ser escrita con mesura y, actuando así, sus majestades nunca me defraudaron. Por ejemplo, no me trajeron un tren eléctrico de aquellos con largas vías y varias estaciones, pero sí un coche que me llenó de alegría y satisfacción y con el que disfruté todo lo que podía disfrutar un niño en aquellos años ya tan lejanos. Pero la fantasía se fue apagando:

Dejé de creer en los Reyes Magos el día en que mis padres me llevaron a unos grandes almacenes de la ciudad. Allí, en el rellano de una gran escalera, el rey Melchor estaba sentado en un regio sillón dorado junto al que pasaban encopetadas señoras con bolsas de juguetes y algún niño, debatiéndose entre la emoción y el miedo, se cobijaba entre su túnica para que le hicieran la fotografía de rigor. A pesar del entusiasmo con el que mi madre me invitaba a prometerle a aquel rey que iba a ser muy bueno, no dije nada y, entre huraño y avergonzado, agaché la cabeza porque mi inocencia ya no era tan pura aquel invierno y, de algún modo, intuí que aquel personaje era un hombre disfrazado de rey.

Creo que ésta fue la primera vez que sentí nostalgia de las mañanas de Reyes en la vieja casa de mi infancia, con olor a pan frito recién hecho y a café del bueno. Y de las noches de las vísperas cuando me levantaba a mirar a un interminable pasillo con mi cara inocente impregnada de luna y estrellas, tratando de ver llegar a los Reyes cuyas pisadas creía percibir entre los ruidos que produce el silencio. Siguiendo las consignas de mi madre, aquella noche había que acostarse pronto, cuando la tarde aún desprendía las últimas luces de sus cielos fugaces, pues los Reyes podían llegar en cualquier momento montados en sus caballos y no le dejaban juguetes a los niños que no estaban dormidos.

Los Reyes que pasaban por los barrizales de mi barrio, no viajaban en camellos, sino en caballos, (o quizá -en carro tirado por una mula, como el basurero que cada mañana se dejaba sentir)- ni llevaban pajes que los guiaran por los caminos intrincados de la barriada porque ellos lo conocían todo. Las vecinas que sabía todas las cosas, me recordaban que había que dejar junto a la ventana no sólo los zapatos sino también un cubo de agua para los caballos que venían fatigados de tan largo viaje e incluso un plato con mantecados y una copita de licor por si los Reyes traían hambre.

Estas imágenes dispersas se reunieron aquella tarde en mi memoria abriéndose paso entre las percepciones que me venían de aquel rey lujosamente vestido, sin ninguna huella de polvo en sus zapatos o de fatiga en su rostro y que, inmune al cansancio, le preguntaba a un niño tras otro si iban a ser buenos. Pero en mi interior me quedó muy claro que aquel era un rey ficticio y que los verdaderos Reyes habían sido los de mi barrio, porque eran misteriosos e inaccesibles y, en tanto que magos, traspasaban los ventanales para dejar su carga de juguetes a los niños sin necesidad de que nadie les abriera las puertas.

O sea, eran más que reyes, magos, y por eso ningún niño los veía nunca. Ni siquiera los pudieron atisbar algún año mis avispados ojos hasta que los rendía el sueño. Pero estaba seguro de que llegaban y entraban por el balcón porque a la mañana siguiente habían desaparecido casi todos los mantecados, la copita de licor y el agua del cubo había bajado de nivel. En recompensa, nuestros zapatos estaban llenos de chocolatinas y caramelos, y habían dejado regalos en torno a ellos. Incluso alguna vez tenías allí aquello que habías pedido en aquellas cartas de letra destartalada y con faltas de ortografía y renglones torcidos, que les había escrito unos días antes y que mi padre decía llevar al buzón de correos.

Las mañanas de Reyes madrugábamos mucho los niños del barrio, después de haber soñado con ellos toda la noche. Me levantaba con la débil claridad del amanecer y corría junto al viejo ventanal aunque a esas horas el invierno estaba agarrado con fuerza a sus barrotes. Ahora, al evocar aquellas mágicas imágenes, puedo adivinar también el mundo que debía de existir tras la risa complacida de mis padres al contemplarnos desbordados de ilusión. Hay vagos recuerdos, incluso en el episodio triste ocurrido un año que por mis travesuras, los Reyes dejaron junto a mis zapatos dos grandes trozos de carbón dulce, con la advertencia de que sería muy negro, si las fechorías de niño continuaban.

Todo lo demás fue, sucesivamente, tambores de abigarrados colores, trompetas brillantes, camiones de madera o de hojalata, diábolos, juego de carpintero de minúsculo menaje, estuches, libros de cuentos… un lejano y confuso montón de sueños conseguidos, capaces de acarrear la felicidad suprema a los niños, que jugábamos bajo un sol débil que derramaba cansinamente sus rayos sobre los charcos helados, de la calle. Algunos años la solana resplandecía con el blanco y frío ritual de la nieve y entonces buscábamos cobijo en uno de los rincones de la calle, porque era tradición en ese día jugar todos los niños reunidos y lucir los regalos – los que te dejaban sacar claro-, hasta apurar el breve resplandor de los atardeceres del invierno.

La felicidad en buena medida debe de estar hecha de retazos de aquellos días, que nunca enterrará el olvido, de escenas jugando, de cantos de pájaros y silbidos de trenes que se iban a no sabía dónde. Desde este otro confín de ahora, aquellas entrañables palabras, y bellas mentiras que creímos de niños, no pasen a formar parte de nuestra renuncia y nuestro olvido. Luego he visto recobrar la ilusión en mis hijos, y ahora mis nietas. Pero el paso del tiempo, y el empacho de todo, ha resquebrajado la inolvidable fantasía de nuestra niñez”.

Fermín González, salamancartvaldia.es, blog taurinerías

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